Junto a la piscina circular. Mauricio Naranjo Gomezjurado, uno de los descubridores de Tulipe, en la piscina más bella que acaso era un ágora pétrea.
Era a finales de septiembre de 1979, cuando el teniente Eustorgio Rosero Arturo, agitado y eufórico, llegó al Banco Central de Quito, desde Tulipe, en el noroccidente de Pichincha.
Traía una noticia afortunada: “En su finca, de 50 ha dada por el viejo Ierac, había descubierto unas extrañas alineaciones de piedra, compactas y simétricas”.
Así comienza el testimonio del antropólogo y catedrático quiteño, Mauricio Naranjo Gomezjurado, quien evoca nítida, una vivencia que marcó su juventud: fue uno de los descubridores del Centro Ceremonial Tulipe, un ya lejano sábado 6 de octubre de 1979.
Protagonizó acaso una de las últimas aventuras de vértigo y temeridad cumplidas en nuestra bella y diversa geografía.
Un viaje temerario que venció abismos insospechados, selvas enmarañadas, salvó ríos y un camino de piedra -Quito-Nono-, que hacía temblar al más arriesgado.
Audaz porque la vía al Noroccidente comenzó a abrirse en 1977 y viejos buses de madera, de la empresa San José de Minas, iban a esa tierra promisoria llevando pasajeros, productos de la Sierra y del trópico, gallinas, zurrones de trago (de aquí salía el mejor aguardiente de trapiche).
Ahora, en vísperas de cumplirse los 33 años del hallazgo (el próximo 6 de octubre), viajamos con Naranjo Gomezjurado a Tulipe.
El catedrático, nacido en 1956, es de pelo cano, bigote del mismo tono, y de hablar pausado, como si estuviese dando clases.
Recorre, emocionado, por los bordes de las seis grandes piscinas -dos de medialuna, dos rectangulares, una cuadrada y otra zoomorfa, similar a un tigrillo- en las que nuestros antepasados yumbos, o los quito-caranqui, según sostiene Naranjo, miraban las estrellas, el sol, la luna, el paso silente de los astros, reflejados en los espejos de agua.
Tulipe es uno de los sitios de identidad ancestral más reconocidos de Ecuador y de América Latina. Se ve bien conservado en un paraje espléndido circundado por bosques de guadúa, junto al claro río Tulipe, que corre entre bromelias y naranjales.
En marzo pasado Tulipe ganó el VII Premio Internacional Reina Sofía de España a la conservación de patrimonio material. Recibieron, en Madrid, el alcalde Augusto Barrera, ya que el Instituto Metropolitano de Patrimonio lo mantiene, y el arqueólogo Holger Jara Chávez, uno de los artífices de su recuperación, desde 1984.
Mauricio Naranjo prosigue su relato: “El teniente del Ejército Rosero, a quien la patria le debe mucho, estaba preocupado porque los huaqueros y buscadores de tesoros ya habían localizado el sitio y temía que lo destruyeran.
Al fin, tras largas horas de viaje, Rosero Arturo llegó al Banco Central y de inmediato recibió el apoyo del arquitecto Hernán Crespo Toral, director de museos”.
Naranjo hace una pausa y se extasia mirando la piscina en forma de felino. “Es una maravilla, es única”, dice. “Crespo Toral le pidió al arqueólogo estadounidense, Emile Petersen, quien en esos años dirigía el proyecto Cotocollao, que viajara a Tulipe para ver si era un sitio arqueológico”.
“En esos días -dice Naranjo- era becario del Banco Central, en el proyecto Cotocollao, y estudiaba en la Universidad Católica, el sexto semestre de Antropología y me especializaba en Arqueología ”.
Por ello Naranjo fue integrado a la expedición. El sábado 6 de octubre de 1979, a las 05:00, un jeep Land Rover verde, del Banco Central, lo recogió por su casa, en el aeropuerto, cerca del Colegio Los Pinos.
Tras sortear los abismos, el teniente Rosero les esperaba en Nono. Pasado el mediodía llegaron a Tulipe, después de caminar dos horas; a ratos a nado por el río Tulipe, cuyas aguas llegaban hasta el pecho. Los seis expedicionarios, con Petersen a la cabeza, amarraron los cuerpos con sogas para que la corriente no les llevara.
Exhaustos, al cabo de seis horas llegaron y de golpe la visión de las piedras les reconfortó: era un lugar arqueológico. La selva primaria no les dejó ver más evidencias, como cerámica y lítica (piedra) que indicaran la filiación cultural. “Pero -añade el antropólogo- la sola observación de las rocas alineadas nos llevó a pensar en un monumento caranqui, instalado en la zona del subtrópico, en las bajadas occidentales de la cordillera”.
¿Por qué razón? Naranjo responde: “Por qué en el callejón interandino hallamos varias fortalezas, muchos creen que son incaicas, yo creo que son caranquis -algunas fueron reutilizadas por los incas-, el trabajo de la piedra, de esas fortalezas, es muy parecido al que vimos en Tulipe”.
Naranjo pensó que los vestigios eran de la civilización Caranqui, hoy llamada Quito-Cara, período Tardío (700 al 1200 d.C.).
Los aventureros hicieron mediciones muy rudimentarias. Satisfechos comieron galletas de sal y bebieron limonada tomando los ricos limones de la selva.
El teniente Rosero les invitó a una rudimentaria casita de madera a la que llamaba su iglesia.
Descansaron un rato y a media tarde volvieron, ya que no habían llevado carpas para guarecerse.
Naranjo vistió un chaleco de pesca y llevó una cantimplora que le ayudó mucho.
El jeep trepó a la Sierra y alcanzaron Quito en la madrugada.
El domingo 7 de octubre de 1979, el antropólogo comenzó a pergeñar un artículo que luego fue publicado, el primero sobre Tulipe, en la revista de la U. Católica (año VIII. N. 28. noviembre de 1980, señala la portada). Lo tituló: ‘Tulipe: ¿un centro ceremonial en los Andes septentrionales del Ecuador’.
Es mediodía en Tulipe y el sol quema las piedras. La brisa de septiembre apacigua el calor.
“Me siento feliz, como en mi casa, estas ruinas circulares que ayudé a descubrir”, dice Naranjo.
La gente, orgullosa del sitio
Don Juan Quinga, de 82 años, “bien vividos”, recalca, levantó hace 14 años una casa de dos pisos, de pilares y balcón volado, típica de la Costa. Está frente a una piscina rectangular. “En este terrenito -confiesa- sembraba guadúa, yuca, y frutales; nunca pensé que había una pileta antigua, de esas que se ven en el cine, me asombró, yo cuido Tulipe, es un orgullo”.
Se define como un agricultor de toda la vida. Emigró de Lloa y ahora cultiva una tierra fértil, “en la que crece todo”. En 1998 compró, a la cooperativa agrícola Titaña, 4 000 m en 700 000 sucres.
Con su esposa, María Bocay, se alegra cuando vienen “turistas gringos de todo el mundo”.
Fuente: EL COMERCIO*
Traía una noticia afortunada: “En su finca, de 50 ha dada por el viejo Ierac, había descubierto unas extrañas alineaciones de piedra, compactas y simétricas”.
Así comienza el testimonio del antropólogo y catedrático quiteño, Mauricio Naranjo Gomezjurado, quien evoca nítida, una vivencia que marcó su juventud: fue uno de los descubridores del Centro Ceremonial Tulipe, un ya lejano sábado 6 de octubre de 1979.
Protagonizó acaso una de las últimas aventuras de vértigo y temeridad cumplidas en nuestra bella y diversa geografía.
Un viaje temerario que venció abismos insospechados, selvas enmarañadas, salvó ríos y un camino de piedra -Quito-Nono-, que hacía temblar al más arriesgado.
Audaz porque la vía al Noroccidente comenzó a abrirse en 1977 y viejos buses de madera, de la empresa San José de Minas, iban a esa tierra promisoria llevando pasajeros, productos de la Sierra y del trópico, gallinas, zurrones de trago (de aquí salía el mejor aguardiente de trapiche).
Ahora, en vísperas de cumplirse los 33 años del hallazgo (el próximo 6 de octubre), viajamos con Naranjo Gomezjurado a Tulipe.
El catedrático, nacido en 1956, es de pelo cano, bigote del mismo tono, y de hablar pausado, como si estuviese dando clases.
Recorre, emocionado, por los bordes de las seis grandes piscinas -dos de medialuna, dos rectangulares, una cuadrada y otra zoomorfa, similar a un tigrillo- en las que nuestros antepasados yumbos, o los quito-caranqui, según sostiene Naranjo, miraban las estrellas, el sol, la luna, el paso silente de los astros, reflejados en los espejos de agua.
Tulipe es uno de los sitios de identidad ancestral más reconocidos de Ecuador y de América Latina. Se ve bien conservado en un paraje espléndido circundado por bosques de guadúa, junto al claro río Tulipe, que corre entre bromelias y naranjales.
En marzo pasado Tulipe ganó el VII Premio Internacional Reina Sofía de España a la conservación de patrimonio material. Recibieron, en Madrid, el alcalde Augusto Barrera, ya que el Instituto Metropolitano de Patrimonio lo mantiene, y el arqueólogo Holger Jara Chávez, uno de los artífices de su recuperación, desde 1984.
Mauricio Naranjo prosigue su relato: “El teniente del Ejército Rosero, a quien la patria le debe mucho, estaba preocupado porque los huaqueros y buscadores de tesoros ya habían localizado el sitio y temía que lo destruyeran.
Al fin, tras largas horas de viaje, Rosero Arturo llegó al Banco Central y de inmediato recibió el apoyo del arquitecto Hernán Crespo Toral, director de museos”.
Naranjo hace una pausa y se extasia mirando la piscina en forma de felino. “Es una maravilla, es única”, dice. “Crespo Toral le pidió al arqueólogo estadounidense, Emile Petersen, quien en esos años dirigía el proyecto Cotocollao, que viajara a Tulipe para ver si era un sitio arqueológico”.
“En esos días -dice Naranjo- era becario del Banco Central, en el proyecto Cotocollao, y estudiaba en la Universidad Católica, el sexto semestre de Antropología y me especializaba en Arqueología ”.
Por ello Naranjo fue integrado a la expedición. El sábado 6 de octubre de 1979, a las 05:00, un jeep Land Rover verde, del Banco Central, lo recogió por su casa, en el aeropuerto, cerca del Colegio Los Pinos.
Tras sortear los abismos, el teniente Rosero les esperaba en Nono. Pasado el mediodía llegaron a Tulipe, después de caminar dos horas; a ratos a nado por el río Tulipe, cuyas aguas llegaban hasta el pecho. Los seis expedicionarios, con Petersen a la cabeza, amarraron los cuerpos con sogas para que la corriente no les llevara.
Exhaustos, al cabo de seis horas llegaron y de golpe la visión de las piedras les reconfortó: era un lugar arqueológico. La selva primaria no les dejó ver más evidencias, como cerámica y lítica (piedra) que indicaran la filiación cultural. “Pero -añade el antropólogo- la sola observación de las rocas alineadas nos llevó a pensar en un monumento caranqui, instalado en la zona del subtrópico, en las bajadas occidentales de la cordillera”.
¿Por qué razón? Naranjo responde: “Por qué en el callejón interandino hallamos varias fortalezas, muchos creen que son incaicas, yo creo que son caranquis -algunas fueron reutilizadas por los incas-, el trabajo de la piedra, de esas fortalezas, es muy parecido al que vimos en Tulipe”.
Naranjo pensó que los vestigios eran de la civilización Caranqui, hoy llamada Quito-Cara, período Tardío (700 al 1200 d.C.).
Los aventureros hicieron mediciones muy rudimentarias. Satisfechos comieron galletas de sal y bebieron limonada tomando los ricos limones de la selva.
El teniente Rosero les invitó a una rudimentaria casita de madera a la que llamaba su iglesia.
Descansaron un rato y a media tarde volvieron, ya que no habían llevado carpas para guarecerse.
Naranjo vistió un chaleco de pesca y llevó una cantimplora que le ayudó mucho.
El jeep trepó a la Sierra y alcanzaron Quito en la madrugada.
El domingo 7 de octubre de 1979, el antropólogo comenzó a pergeñar un artículo que luego fue publicado, el primero sobre Tulipe, en la revista de la U. Católica (año VIII. N. 28. noviembre de 1980, señala la portada). Lo tituló: ‘Tulipe: ¿un centro ceremonial en los Andes septentrionales del Ecuador’.
Es mediodía en Tulipe y el sol quema las piedras. La brisa de septiembre apacigua el calor.
“Me siento feliz, como en mi casa, estas ruinas circulares que ayudé a descubrir”, dice Naranjo.
La gente, orgullosa del sitio
Don Juan Quinga, de 82 años, “bien vividos”, recalca, levantó hace 14 años una casa de dos pisos, de pilares y balcón volado, típica de la Costa. Está frente a una piscina rectangular. “En este terrenito -confiesa- sembraba guadúa, yuca, y frutales; nunca pensé que había una pileta antigua, de esas que se ven en el cine, me asombró, yo cuido Tulipe, es un orgullo”.
Se define como un agricultor de toda la vida. Emigró de Lloa y ahora cultiva una tierra fértil, “en la que crece todo”. En 1998 compró, a la cooperativa agrícola Titaña, 4 000 m en 700 000 sucres.
Con su esposa, María Bocay, se alegra cuando vienen “turistas gringos de todo el mundo”.
Fuente: EL COMERCIO*
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