domingo, 1 de abril de 2012

Oficio, vientre de alquiler

***SNN


Inicios. La española Lucy (der.), el primer encargo que tuvo Jill Hawkins.


Abre la puerta una señora alta y robusta, pelo corto y ojos azul clarísimo. Lleva puesta una bata floreada de manga corta que deja al descubierto el tatuaje de un gato en su antebrazo izquierdo. A sus 47 años, Jill Hawkins ha tenido ocho hijos y, sin embargo, vive sola con un viejo gato. Ahora vuelve a estar embarazada, de gemelos, y prepara su cuerpo para su primera cesárea (le atemoriza) y para dos nuevos tatuajes.


Siente fascinación por los felinos, por eso lleva tatuado uno por cada hijo que ha dado a luz. En su casa hay esculturas de gatos, alfombras felinas. A Tom, su actual mascota, lo acogió cuando ya era gato viejo. Blanco y marrón, tenía siete años. Ahora cumple 15, cuatro años menos que Lucy, su primogénita, su hija española de padre gallego.


La madre de alquiler más famosa del Reino Unido vive en un piso de dos habitaciones en Moulsecoomb, un barrio humilde desplegado por una colina en Brighton, en el sur de Inglaterra. Camina pesadamente por la casa. Le cuesta moverse. Está de 19 semanas y dentro de dos conocerá el sexo de los niños.


Para la cita con el pediatra la acompañarán los padres de los gemelos, un profesor de 42 años y una enfermera de 40, que ya tienen una hija de 9 años y que acudieron a Jill tras sufrir 10 abortos. "Los médicos no saben por qué su cuerpo mata a todos los bebés", explica Jill. Tiene una relación muy estrecha con ellos, especialmente con la mujer. Se ha quedado embarazada mediante la fecundación in vitro. Es la segunda vez que lo intenta con esta pareja, la primera vez abortó. Estos eran los dos últimos óvulos inseminados. Y la última oportunidad para el matrimonio.


Jill está asustada porque por primera vez tendrá un parto con cesárea. "Me sacarán los bebés y se los entregarán a los padres, yo no los veré y esto me aterra, pero es lo más seguro para los gemelos, los padres saben cómo me siento y me apoyan".


El salón es amplio y luminoso. En una silla se apilan regalos para los gemelos, ropa y juguetes. "Es un detalle que siempre tengo con cada nuevo hijo". Hay un mueble gigante con libros de asesinos en serie, de animales, de la realeza británica y siete u ocho biografías de Lady Di. "De joven iba a Windsor para ver jugar al polo al príncipe Carlos...", explica. En las estanterías superiores, las fotos enmarcadas de los niños que ha tenido para otros.



Jill, 8 hijos y 2 gemelos en camino. La agencia organiza una reunión anual a la que asisten los niños.


Cada verano organizan una reunión familiar en la finca de uno de los padres, en Midhurst, cerca de Brighton, y hacen una barbacoa donde se encuentran la mayoría de los hermanos. El más pequeño tiene dos años y la mayor, Lucy, la española, 19. "Todos los niños saben que soy su madre de barriga, no me llaman mamá, simplemente Jill", dice. "Me llevo bien con todos aunque no tengo relaciones profundas".


Todo empezó hace dos décadas, con Jill veinteañera y sin una relación estable. "Desde pequeña me sentía fascinada por los embarazos, pero no sentí la necesidad de experimentar uno hasta los 26 años", cuenta. "No tengo instinto maternal, nunca he querido criar un hijo, así que cuando leí un artículo sobre una organización que facilitaba madres de alquiler, me puse en contacto con ellos".


Se trataba de Cots, primera agencia de madres de alquiler en Reino Unido, creada por Kim Cotton, la primera mujer británica en tener un niño por encargo en 1985. Aquí la maternidad por subrogación es legal. No se permite pagar a la madre sustituta, solo cubrir "gastos razonables". Jill percibe unos 14.000 euros por cada embarazo, además de cubrirle el sueldo ahora que está de baja.


Cuando, días después de la visita a Jill, nos encontramos con Lucy en Londres, confirmamos las palabras de la madre biológica: "Tiene mi boca, pero sus ojos son más oscuros, como los del padre... Le gustan los animales y los helados de chocolate, igual que a mí", decía Jill.


Lucy tiene 19 años, el cabello negro y largo, una sonrisa tímida y unos preciosos ojos azul grisáceos. A veces habla español con su padre, aunque se siente más cómoda con el inglés.


"Me gusta estar con Jill, la veo unas dos veces al año, y charlamos y tomamos un helado, o vamos de compras", explica.


El trato es más como el que tendría con una tía. Desde los 5 años acude a encuentros de la agencia Cots con otros niños como ella. Ha tenido una infancia feliz y la relación con sus padres es perfecta. Nunca ha necesitado hacer preguntas ni a su madre adoptiva ni a la biológica.


Lucy terminó la escuela con buenas notas y ha realizado un curso preuniversitario de diseño artístico de moda. Considera a los hijos de Jill como sus hermanos. "Me llevo muy bien con todos, pero especialmente con las más pequeñas, con Izzy (Isabelle, de 5 años, hija de unos arqueólogos de Portsmouth) y con Álex (Alexandra, de 8 años, medio alemana, hija de unos científicos de Cambridge)", con los que ejerce de hermana mayor. Sus amigos piensan que tiene una familia muy moderna.


EL PRIMER BEBÉ. Para Jill, la elección de la primera pareja, con la que debutaría como vientre de alquiler en 1992, le llevó tiempo. "Necesitaba confiar en ellos", dice. Hasta que conoció a los Méndez, un matrimonio que buscaba desesperadamente un hijo. El padre, Manuel, era español, un gallego que emigró a Inglaterra en 1970 y ella, Christine, una inglesa que trabajaba en las oficinas de Iberia en Londres. Habían superado ya los 40. La conexión fue inmediata, especialmente con Christine: "Era honesta y abierta, sentí que podía confiar en ella".


Hay afecto mutuo aún hoy. "En 1991 llevaba más de 10 años intentando quedarme embarazada, pero no había manera", dice Christine. Hasta que leyeron un artículo de Kim Cotton y su organización. "Hablamos con muchas mujeres pero ninguna me gustaba, algunas solo hablaban de dinero y yo necesitaba fiarme de ella porque legalmente se podía quedar con el bebé", explica Christine. Una de ellas fue Jill. Los citó en los muelles de Brighton. "Supe al momento que era la adecuada, era muy joven y su primera vez, pero le hacía mucha ilusión darnos un hijo".


"Cuando nos entregó a la niña y cargamos la cuna en el coche, ella empezó a llorar. No debió ser fácil para ella", rememora Christine. Jill también tiene grabado aquel momento: "Cuando vi la expresión en los ojos de Manuel y Christine al conocer a Lucy me sentí tremendamente recompensada".


Es domingo, 18 de marzo, el Día de la Madre en Reino Unido. Jill abre una felicitación que acaba de recibir. "Para mi mamá de barriga", dice. Es de Alexandra, su sexta hija. En realidad la envían los padres. Es su forma de agradecerle lo que hizo. Con cada familia establece una relación diferente, empieza de cero, como si cada cierto tiempo, de repente, tuviera una familia nueva.


Ha concebido a los niños por inseminación artificial, con sus propios óvulos, salvo el último, Oliver, nacido en el 2010, al que tuvo por fecundación in vitro, acogiendo en su útero el óvulo fecundado de la otra mujer, porque ella ya no puede quedarse embarazada de forma natural. Lo mismo, con los gemelos. "(Con la in vitro) para mí es más fácil entregar el niño porque no es mío, lo cual me relaja".


Jill nunca ha tenido una pareja estable ni se ha enamorado. Sus padres, ya jubilados, residen en una urbanización en el Mar Menor. Su hermana, tres años más joven, vive a 10 minutos. Tiene otro hermano, casado y con tres hijos. Jill pasa la mayor parte del tiempo en casa, sola. Cada día la visita su hermana o el matrimonio de abajo para asegurarse de que está bien.


Ahora está de baja. Es secretaria. Siempre ha trabajado embarazada, pero en la última gestación tuvo graves problemas de salud que llegaron a hacer peligrar su vida y la del bebé. "No pude disfrutar de aquel embarazo porque lo pasé muy mal, pero esta vez me siento mejor".


El momento más delicado lo pasó después de tener a Alexandra, su sexto bebé, en 2004. En plena alteración hormonal posparto, se sintió vacía. Había engordado 40 kilos. Regresaron a su mente traumas de infancia. Confundida y agotada, trató de suicidarse tragándose un frasco de antidepresivos. "Aquello no tuvo nada que ver con ser madre de alquiler, sino con mi obesidad, la razón de mi infelicidad toda mi vida", revela.


Tras aquel episodio oscuro, todo cambió: "Conseguí perder todo el sobrepeso, me di cuenta de lo mucho que me querían, mi autoestima subió". Su cuerpo ha llegado al límite y lo sabe. "No soy para nada una adicta a los embarazos, lo hago porque me gusta, me gusta sentir al bebé moviéndose dentro de mí, y cuando no estoy embarazada echo de menos esta sensación".


Sus familiares le piden que pare. Creen que está arriesgando su vida. Pero ella reclama el derecho a elegir: "También te puede atropellar un autobús". Dice que este será su último embarazo, pero no está segura. Un primo lejano que no puede tener hijos le ha pedido ayuda. "Talvez lo haga una vez más".



Fuente: EXPRESO* | El Mundo

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