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José Olmos / EL UNIVERSO
SAQUISILÍ, Cotopaxi. En el cementerio de este cantón, especialmente, se hacen presentes decenas de niños a declamar los responsos para los difuntos.
PUJILÍ, Cotopaxi. En el cementerio de esta localidad, los indígenas dejan comida para sus parientes muertos.
SANTA ELENA.La mesa del muerto, tradición de las familias de la Península de Santa Elena y el sur de Manabí. Foto del 2009.
MATAJE, Esmeraldas.El cementerio binacional recibe la visita de ecuatorianos y colombianos en el Día de los Difuntos.
Aferrados a la costumbre de dar a los difuntos atención de vivos
Es un pequeño ejército de niños, algunos con ropas deshilachadas, que recorre de tumba en tumba, en el cementerio del cantón cotopaxense de Saquisilí, que en estos días tiene como fondo un cielo azul y está vigilado por los volcanes Illiniza y Cotopaxi. Cada uno de los pequeños propone: “¿Le rezo un responso?”. Si la respuesta es afirmativa, el niño recita: “Vamos a rezar tres padrenuestros, tres avemarías y una letanía por el alma de...”. Y hace sonar una campanilla. Al final, el menor recibe como mínimo 10 centavos de dólar o “cualquier voluntad”, “por cada almita”.
El responso es a la vez un canto y un rezo que los deudos, especialmente indígenas, dedican a su pariente muerto. Los responseros son niños, pues hay la creencia de que ellos tienen el alma pura, según el sociólogo José Cobo, catedrático de la materia Identidad Cultural en Cotopaxi. Nadie recuerda cuándo nació esta tradición. Para quienes lo han vivido, como Alejandro Tigse, es una manera de que las oraciones lleguen más rápido al cielo; para que sea efectiva hay que pagar.
Los responsos forman parte de la riqueza de tradiciones que los ecuatorianos expresan en los cementerios y hogares en homenaje a sus difuntos.
Diez kilómetros al sur de Saquisilí está Pujilí. Es el centro de otra costumbre que se repite en cientos de comunidades de la Sierra, así como en localidades de la Costa y Oriente: la de llevar comida a la tumba. Papas cocinadas, cuy asado, mote, fritada, colada morada y guaguas de pan se ofrecen al muerto.
“Los productos varían un poco, pero tienen como denominador común una creencia de que ese día las almas de quienes formaban parte de la familia vienen a compartir”, refiere José Cobo, quien considera que esto tiene una connotación de religiosidad popular, que nació del encuentro del catolicismo español con las religiones precolombinas y donde cada pueblo puso su sello, bajo la creencia de que hay algo más después de la muerte.
Son costumbres que se resisten a desaparecer. En Azuay, especialmente en Tarqui, Gualaceo y Nabón, y en la provincia del Cañar, los parientes llevan cuyes, chicha y mote, que comparten a toda la familia. Al final, lo mejor de los alimentos se deja en vasijas y platos de barro sobre las lápidas.
Los indígenas de Otavalo y Cotacachi, en Imbabura, hacen lo mismo. Llevan comida, además rezan, cantan, ponen los alimentos sobres las tumbas y luego comen todos por igual.
En la Costa, la tradición se mantiene en localidades de Manabí, Esmeraldas y Santa Elena. En Esmeraldas, lo más destacado está en Santa María de los Chachis, comunidad del cantón Eloy Alfaro, adonde solo se llega en canoa luego de un viaje de dos horas, desde Borbón.
Ahí, la tradición es acampar en el cementerio. Las tumbas son diferentes. Los deudos construyen pequeñas cabañas con madera y materiales propios del entorno “para que el alma del difunto esté cómoda”. Allá llevan porciones de arroz cocido, verduras y frutas.
Victoria Morán de Ojeda, historiadora esmeraldeña, refiere que esas costumbres son propias de los indígenas que habitaron en Esmeraldas y en el sur de Colombia. “Si revisamos la historia, nunca hubo influencia de otras culturas, los indígenas acostumbraban a enterrar a sus muertos con la comida que a ellos más les gustaba en vida”, dice. Entre los negros se acostumbra a hacer ceremonias cuando alguien muere, agrega.
En el límite internacional con Colombia está la isla Tortuga, convertida en cementerio binacional. La mitad de la isla, de unos 100 metros de largo, está en Ecuador y la otra en Colombia. A los colombianos los sepultan con los pies con dirección a su país; a los ecuatorianos, en sentido contrario.
En la Península de Santa Elena es famosa la frase “vamos a muertear”. Es porque familias enteras se reúnen para disfrutar de un festín con pescado salado, chicha de jora, seco de chivo, ciruelas, tortillas de maíz, morocho, guaguas de pan, cebiche de pinchagua, entre otros platos típicos. Y si al finado le gustaba la bebida, la cerveza y el aguardiente no faltan. La mesa es ubicada en el centro de la casa, es iluminada con velas y rodeada de cortinas blancas.
Félix Lavayen, historiador de Santa Elena, asegura que por el año 1800 ya se realizaba este tipo de celebración ancestral y relaciona a los antepasados por los hallazgos arqueológicos de osamentas acompañadas de vasijas y otros implementos. Lavayen calcula que en una mesa de muerto se invierten $ 150.
En Sancán, cantón Jipijapa (Manabí), se elaboran el bollo con chancho, greñoso, pan negro y dulce de camote. La Fundación Fortaleza de la Identidad Manabita presentará el 31 de octubre, en Sancán, un documental donde se detalla cómo se elaboran los productos y la tradición de dejar alimentos en la mesa de las casas.
En la Amazonía, un ejemplo es la comunidad shuar Kim, de Zamora Chinchipe. Allí, jóvenes y adultos beben chicha de yuca; hacen vigilia y permanecen armados con sus carabinas para evitar que se atente contra sus antepasados, según Azamat Tiwi. Además escriben cartas en las que narran al muerto lo que ha sucedido en el año. Para ellos, la muerte no es el fin de la existencia sino el paso a otra etapa de la vida. En algún lado, el difunto agradecerá el gesto.
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