miércoles, 24 de noviembre de 2010

Su trabajo es matar

***SNN

Dos de los verdugos cuentan su terrible rutina
Detrás de la aplicación de la pena capital hay funcionarios de prisiones encargados de ejecutar la ley. Su trabajo consiste en liquidar a personas condenadas a morir.


Foto: Ilustración : Joselo Romero/Expreso

Yolanda Monge
Además de cruel e inhumana, la pena de muerte es cara. Cada ejecución le cuesta al Estado de Carolina del Norte más de dos millones de dólares. En Tejas, la cifra es muy similar y supone tres veces el costo de tener a alguien encerrado en una cárcel de máxima seguridad durante 40 años. En Florida, mantener en pie el mortal sistema asciende a 51 millones al año, lo que supone que cada una de las 44 ejecuciones que ha tenido ese Estado desde 1976 le ha costado 24 millones cada una.


El Centro de Información sobre la Pena de Muerte (DPIC, siglas en inglés) es responsable de un estudio que en principio podría sonar cínico. Su título: Reconsiderando la pena de muerte en tiempos de crisis. “La pena de muerte es una actividad tremendamente cara y derrochadora que no tiene beneficios concretos”, se lee. En contra de lo que se podría pensar y que es uno de los argumentos de los partidarios, “todos los estudios concluyen que la máxima pena es mucho más costosa en términos de dinero que un sistema que imponga cadenas perpetuas” para los crímenes de sangre, asegura Richard Dieter, director del DPIC. Si los homicidios legales perpetrados por el Estado no pasan a la historia por motivos morales, puede que el canal para hacerlo sea tocando el precario bolsillo de los contribuyentes.


Treinta y cinco estados de la Unión tienen la pena de muerte en sus ordenamientos jurídicos. Desde que en 1976 el Tribunal Supremo volviese a reinstaurarla tras un parón de cuatro años que cuestionó su constitucionalidad apelando a la octava enmienda de la Carta Magna, que prohíbe tratos crueles o inhumanos, 1.233 personas han perdido la vida de forma cruel a manos de tan bárbaro sistema, de estas solo 12 han sido mujeres; la última, Teresa Lewis, a finales de septiembre en Virginia.


Los contrarios a la pena de muerte han visto en los últimos años cómo su causa ganaba adeptos. Según las últimas encuestas, un 65% de la población es partidaria de ella (era el 80% en 1994). Esos mismos sondeos dicen que cuando se da la opción a los entrevistados de elegir entre pena de muerte o cadena perpetua, un 48% prefiere esta última opción sobre la primera.


En la actualidad, son varios los estados que tienen la aplicación de sus ejecuciones parada. En este caso, el escollo para acabar con la vida de alguien es logístico. La escasez de uno de los tres fármacos que se inyecta en las venas del condenado para acabar con su vida está poniendo en cuestión la viabilidad de tan anacrónico sistema.


El Supremo de California tiene bloqueadas las ejecuciones debido a la escasez del anestésico que duerme al reo antes de que se le induzca a un coma rápido y se le produzca una parada cardiorrespiratoria que acabe con su vida. En Kentucky sucede lo mismo. En Arizona vivían la misma situación kafkiana hasta que, según han informado los medios de comunicación de ese Estado, la penitenciaría importase el pentotal sódico desde el Reino Unido. Jeremy Landrigan moría por inyección letal el 27 de octubre.


Hospira, el único laboratorio que produce en EE.UU. el pentotal -nombre comercial- asegura que no podrá proveer de nuevas dosis hasta principios de 2011 por problemas de producción que no especifica. Lo que se esconde detrás de la decisión de la compañía es el rechazo a que un sedante con fines médicos se vende a las prisiones para operaciones quirúrgicas sea usado para causar la muerte a alguien.


Dos de los verdugos de la prisión de McAlester (Oklahoma) cuentan su terrible rutina laboral:


Al día siguiente, nadie habla


Tengo 46 años. Nací en Chicago. Me establecí en Oklahoma con mi mujer. Al llegar, empecé a trabajar como guardia en el centro penitenciario de McAlester. Me quedé 12 años. Hoy soy agente de seguridad en un gran casino y por nada volvería al Big Mac, sobrenombre de la prisión. Participé en quince ejecuciones. Formé parte del strap down team, el equipo encargado de atar al condenado a la mesa de ejecución antes de la inyección letal. El trabajo es sencillo: acompañamos al condenado hasta la mesa y nos encargamos de que se tumbe. Cada uno -somos cuatro o cinco- ata en un minuto una parte del cuerpo: el pecho, un brazo, una pierna o un pie. Cuando el tipo ya no puede moverse, salimos y esperamos. Cuando nos dan la orden, volvemos a entrar y colocamos el cadáver tal cual está, con las agujas en los brazos, las jeringuillas, todo, en una bolsa para cadáveres para que se lo lleven al depósito. Y se acabó. Todo el mundo vuelve a casa. Al día siguiente, nadie habla de ello. Si te han elegido para las ejecuciones es porque han visto que eres fuerte y tranquilo. Si dices que te incomoda, los compañeros se burlarán. Incluso los reclusos se enterarán y dirán: ‘¡Qué pasa gallina, creía que eras un tipo duro!’. Nunca olvidaré las caras de los condenados al atarles. Hemos convivido durante años, hemos compartido cosas y la noche de la ejecución te miran como diciendo ‘mierda Dirk, ¿por qué participas en esto?’, y tú contestas: ‘me han elegido, ahora tienes que tumbarte’. Me acuerdo de un tipo que sufrió un paro cardiaco en su celda. Fui yo quien avisé a los servicios de emergencias. Al volver del hospital me dijo: ‘gracias, Dirk, me has salvado la vida’. Unas semanas más tarde, le ejecuté. Me parece una locura cuando pienso en ello: le salvé y luego le ejecuté”.


Dios no me lo reprochará


“Durante años, mi trabajo consistió en vigilar a los condenados y darles su última comida. Por 15 dólares como máximo pueden pedir lo que quieran. Con los 35 condenados que conocí, siempre traté de mantener la distancia. Una noche, sin embargo, un tipo me pidió que tomara la última comida con él en su celda, lo que está totalmente prohibido. Me lo suplicó y me dijo una cosa extraña: ‘En un rato, cuando esté con Dios, le voy a decir cómo os portáis con nosotros’. No sé por qué, pero acepté. Le quería mucho y habíamos crecido juntos, durante 11 años. Comimos, hablamos de Dios y de nuestras familias y cuando volví a mi casa, por primera vez me vine abajo: llorando, pedí a Dios que me ayudara y me emborraché. Por aquel entonces bebía bastante para olvidar. Hoy soy policía municipal y sigo atormentado por un montón de pesadillas. Nunca le he hablado de ello ni a mujer ni a mis hijos ni a mis amigos. Moriré con ello, pero sé que solo cumplí con mi deber y Dios no me lo reprochará”.

Fuente: EXPRESO

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