lunes, 8 de noviembre de 2010

UNA RUTA QUE DESPIERTA LOS SENTIDOS

***SNN
Por rubendariobuitron
CRÓNICA
‘Todo mi tiempo aquí fue una nueva experiencia: vivir con insectos, mosquitos, el sonido de los pájaros en la noche. No sé si cuando vuelva a mi país será posible dormir sin esos ruidos”.


Así lo dejó escrito Brigitte, una voluntaria alemana de 20 años, que vivió tres meses en una pequeña finca en las afueras de Puerto Quito.


La finca se llama Jardín Tropical. En la sala hay una hamaca, muebles de madera y estantes donde se guardan revistas, poemarios y un libro de visitas con la pasta cubierta de polvo.


En las hojas a cuadros están escritos mensajes de los jóvenes extranjeros que llegan a este lugar para aprender español y conocer la selva.


En el cuaderno abundan las expresiones de asombro y fascinación.


Jamie, irlandés; Grel, israelí; Emily, inglesa; Christopher, estadounidense; Elvira, holandesa; Mark, alemán…


Ellos han pasado la experiencia, en un principio insólita y temeraria, luego maravillosa, de vivir la Amazonía por dentro.


Jardín Tropical es parte de un programa de voluntariado entre la organización alemana Experiment in International Living (EIL) y grupos de agricultores del cantón de Pichincha.


En sus pequeñas fincas, de un promedio de tres hectáreas cada una, reciben a los visitantes para que compartan su cotidianidad en las labores del campo y los ubican en poblaciones marginales para que conozcan a la comunidad, participen en mingas y ayuden en actividades solidarias con la gente.


Los voluntarios conocen sobre plantas medicinales, flores nativas, bosques tropicales, aves…


Al irlandés Jamie le fascinó observar tucanes, búhos, tangaras, cotingas y loros.


Emily aprendió sobre las propiedades del árbol de Sangre de Drago.


Christopher tocó por primera vez los pétalos de las begonias y percibió el olor dulce de la canela y la textura del jenjibre.


“Todas estas son cosas que pocos compatriotas conocen”, dice Darwin Hoyos, dueño de Jardín Tropical. Él es un lojano de 33 años que llegó a la región con sus padres.


Cuenta que de cada 10 visitantes, solo uno es ecuatoriano.


Teresa, una quiteña que llegó en agosto de este año, escribió en el libro de visitas: “Hay muchos lugares hermosos en el mundo, pero este es un pedacito de aquellos que Dios ha bendecido. Cuídenlo, por favor”.


José Díaz, de 23 años, nieto de un hierbero de Sacha (en Orellana) e hijo de un militar al que nunca conoció, vive con sus abuelos desde que tenía ocho meses de edad.


Él quiere ser guía profesional. Para eso todavía le falta estudiar inglés y conocer más la historia, la geografía y las tradiciones de Puerto Quito.


Pero sabe. Y comparte lo que sabe mientras conduce a los grupos de turistas por puentes construidos de pambil, sapán y laurel; por senderos donde se encuentran ranas enanas, libélulas, hormigas arrieras, termitas; por pequeños valles tropicales donde abundan el cacao, la naranja, el guineo, el plátano y la mandarina. José alerta a los grupos de caminantes sobre la prohibición de cazar armadillos, guantas, ardillas.


Enseña que en la zona existen 240 especies de colibríes y que este es uno de los privilegios del Ecuador.


Dos horas después de caminar, explorar y aprender, José invita a los turistas a detenerse en una plantación de caña de azúcar.


En la rústica casa de dos pisos, construida de madera, se escucha música donde parecería que el pasado se ha detenido: Leo Dan, Los Wawancó, Los Iracundos, Sandro…


Afuera, en un pequeño trapiche, José muestra cómo se corta la caña de azúcar, cómo se muele y cómo se convierte en una refrescante dulce bebida.


Cuando el grupo reanuda la caminata florecen las sensaciones: orquídeas amarillas como mujeres danzantes. Ríos que fluyen serenos. Cascadas apacibles.


Así escribió Brigitte en el cuaderno: “Es como mi suave asombro por las telarañas”.

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