Cuenta la leyenda, o la Historia –que a veces son lo mismo–, que hoy hace 520 años los españoles pusieron sus pies en el Nuevo Mundo (nuevo para ellos). Cuenta la leyenda, o la Historia, que ahí comenzó la tragedia de estas tierras; y leyendas e historias vistas con otros ojos cuentan que más bien fue una bendición.



También cuentan la leyenda y la Historia que hubo hechos atroces, que hubo avances, que hubo batallas, que hubo alianzas... que gentes de todos los tipos y con creencias varias se encontraron –sin andarse buscando– y eso produjo una suerte de cataclismo social, del que nació esto que hoy somos: ni españoles ni indios.



Quienes nacimos en estos lares, somos un ‘producto’ completamente nuevo que no se parece a nada y que solo puede reivindicar la rica y compleja ‘contaminación’ de la que habla Ana Belén en su popular canción; intentar sentirse solo blanco o solo indio –con el perdón de quienes así lo sientan– es un poco ridículo, con la salvedad de tagaeris y taromenanes.



Hoy, cinco siglos después, podemos constatar que el ‘roce’ hizo el cariño. Para los afectos a los purismos y a los dramas sin fin, la mala noticia es que seamos blancos, negros o cobrizos, somos irremediable y, por qué no, gozosamente mestizos en lo fundamental: la manera de estar en y de entender el mundo.



Como dice el escritor colombiano William Ospina: “La lengua que hablamos no es la que llegó de Europa, está llena ahora de matices distintos, tiene otro modo de nombrar las cosas, otra manera de pensar, otra respiración y otro ritmo.



La religión católica está entre nosotros llena de sincretismos (...). Y basta ver nuestra literatura para entender que Pedro Páramo, Cien años de soledad o el Aleph de Borges no habrían podido escribirse en España”. Aunque sea solo por la buena literatura ya es hora de hablar del 12 de octubre sin drama, poniendo la cara al sol.




Fuente: EL COMERCIO*