domingo, 31 de octubre de 2010

TESTIMONIO DEL 30S...Gustavo Jalk

***SNN
Testimonio
El día en que fue una odisea llegar hasta el presidente Correa
El ministro del Interior, Gustavo Jalkh, cuenta cómo su seguridad le salvó el 30 de septiembre, día de descontrol de la Policía.
Foto: Henry Lapo / Expreso
Seguridad. El ministro del Interior, Gustavo Jalkh, comenta que al regresar tras estar en el Hospital de la Policía, los funcionarios brindaron un aplauso a los miembros de su seguridad.

Foto: Expreso
Rescate. El presidente, Rafael Correa, es sacado por miembros del GIR y su seguridad, de la habitación del tercer piso del Hospital de la Policía en el operativo de rescate.

Por: José Hernández
Subdirector regional Quito


Por primera vez desde que nos casamos, María Raquel me esperaba despierta. Nos fundimos en un abrazo largo, muy largo. Ella estaba muy conmovida y había manejado la crisis con enorme serenidad. Me recibió y algo me dio de comer, pues en todo el día solo había tomado un poco de agua en el hospital, en la habitación del Presidente.


María Raquel había salido aquel día antes que yo. Normalmente es al revés. Habíamos desayunado hacia las 07:30 y eran las ocho cuando recibí una llamada del comandante General de Policía. Yo iba a Santo Domingo a la inauguración del nuevo Centro de Rehabilitación Social. De hecho, el Ministro de Justicia estaba allá y Miguel Carvajal estaba en camino. El tono del comandante me hizo pensar que encaraba algo particular. “Ministro, me dijo, me informan que hay una actitud de brazos caídos, en el Regimiento Quito. Mejor dicho, el Regimiento Quito no quiere salir a trabajar”.


- ¿Y por qué?, le pregunté.


- El argumento, me respondió, es que la ley que se aprobó anoche en la Asamblea, les afecta, pero ya les hemos explicado que no es así.


Yo recordé que unos días antes había estado en ese regimiento en una reunión con policías y clases y les había explicado que no había ninguna afectación y que había un cambio de denominaciones: de condecoraciones a compensaciones y que la tropa debía estar tranquila. Hubo aplausos.


- Sin embargo, me dijo el comandante, hay una actitud de brazos caídos y me dirijo hacia allá para hablar. Vamos a ir con los generales para abordar la situación.


- Voy para allá, le dije.


- Espere que yo llegue con los generales, señor ministro, y le informo.


Decidí no ir a Santo Domingo ni a mi despacho y esperar un momento en mi casa e informar al Presidente. Le referí lo que el general Martínez me había dicho, me hizo preguntas similares a las que yo había hecho al comandante y le informé que en cuestión de minutos estaba yo saliendo para el regimiento. Solo estaba esperando la llamada del general.


- Muy bien, me dijo el Presidente, manténme informado y no dejes de ir.


- Por supuesto, le dije, en un momento salgo para allá.


Inmediatamente hablé con el viceministro Edwin Jarrín quien estaba yendo al despacho y decidió dirigirse a mi domicilio. Apenas llegó salimos para el Regimiento Quito. En ese momento serían las 08:30. Desde el auto traté de hablar con el comandante General. En vano. Quizá al tercer intento contestó el teléfono.


- General, le dije, no puedo esperar más y estoy en camino hacia el regimiento.


- Venga Ministro, hemos estado tratando de hablar pero la situación es crítica. Es bueno que venga.


Era evidente que el Comandante de la Policía estaba angustiado. En ese momento recibí la llamada de Galo Mora. “Gustavo, me dijo, el Presidente está en camino”. Entiendo que el Presidente había recibido otras llamadas anunciando que había malestar en Pusuquí, en Tumbaco… De esto específicamente no hemos hablado, pero entiendo que es por eso que él decidió trasladarse al Regimiento Quito. No recuerdo exactamente el nombre de la calle en la cual se encontraron nuestras caravanas, creo que fue en La Gasca, pero ingresamos juntos al cuartel del GOE. Descendimos de los vehículos, saludamos y el Presidente preguntó: ¿aquí es el problema?


- No Presidente, le respondió el comandante del GOE, el mayor Miño. Nosotros estamos trabajando normalmente. El problema es en el Regimiento Quito, que es el edificio contiguo.


- Llévenme donde está el problema, dijo el Presidente, llévenme donde la gente no quiere trabajar.


Ingresé a su vehículo y dimos la vuelta a la manzana. En ese recorrido tan corto, de un par de minutos, recordamos lo que se había hecho en el Gobierno por la Policía. Salarios, bienestar social, vivienda, pases… “De la última institución que hubiera esperado esto -dijo el Presidente- es de la Policía. Con todo lo que hemos trabajado por ella”. Ese rato ya estábamos frente a la puerta del Regimiento Quito.


En realidad, no podíamos esperar eso de la Policía. Una semana antes habían circulado unos pasquines donde se hacía referencia al descontento eventual por las condecoraciones. Días antes se detuvo a algunos policías relacionados con temas de violación de derechos humanos. Había pasquines entonces, y en ellos se insultaba incluso a los comandantes que, según sus autores, los habían abandonado. Recuerdo otro pasquín que aludía a una suerte de pelea interna en inteligencia policial, que se ordenó investigar. Solo los últimos días aparecieron pasquines en los cuales se decía que se les estaba metiendo la mano al bolsillo.


Apenas descendimos del vehículo empezaron a gritar: comunistas, Alfaro Vive, fuera Chávez, chavistas… Nos acercamos a la puerta y se oía a lo lejos que no nos dejaran entrar. El Presidente dijo que veníamos a conversar: “soy, dijo, el Presidente de la República, abran la puerta, vamos a conversar”. Nos acercamos un poco más y en ese momento estallaron bombas lacrimógenas. Los cuerpos de seguridad actuaron de inmediato. A mí me halaron literalmente y me metieron en un patrullero. El Presidente fue llevado a su vehículo y las caravanas se alejaron hacia la Calle San Gabriel. El patrullero en el cual me metieron empezó a acelerar y le ordené frenar. Conociendo al Presidente, sabía que iba a regresar. Había abordado la situación y no iba a irse al palacio. Su vehículo, de hecho, había parado y estaba empezando a dar retro. Nos volvimos a juntar frente a la puerta del Regimiento Quito. De nuevo él ordenó abrir la puerta. “Soy el Presidente de la República, soy el comandante en jefe de esta unidad, abran la puerta”. Hubo forcejeos, empujones, gritos y no sé cómo pero la puerta se abrió y logramos entrar.


Había mucha gente aglomerada, manojo de periodistas, coroneles, una señora, la madre de un policía, con la cual el Presidente habló; la situación era caótica y nuestras seguridades abrían camino. Hubo la intención de que él hablara en el patio, pero era imposible. Había gritos ensordecedores, insultos, empujones… Alguien, no sé quién, pero de la Policía, dijo que había un micrófono y que el Presidente podía hablar desde una ventana del primer piso. Logramos subir. Allí estaban el general Martínez, el general Yépez y también, creo, el general Mantilla.


En su intervención el Presidente repitió algunas de las ideas que me dijo en el carro. Era visible que estaba dolido, sorprendido de lo que estaban haciendo los policías. No he visto los vídeos pero recuerdo que me preguntó cuánto ganaba un policía y recuerdo que cuando la gente gritó “eso lo hizo Lucio”, él se dio la vuelta y me dijo: “Gustavo, ahora entendemos todo”. Cuando él, exasperado, dijo “maten al Presidente pero no destruyan la patria, no destruyan el país”, miré a la gente y por un segundo pensé, aunque no sé si ese verbo es el correcto, que si había un loco, ojalá no fuera a actuar.


Terminada su alocución, fuimos con él hacia una oficina que estaba al fondo del corredor de ese piso administrativo que creo que era del comandante del regimiento. Una oficina más o menos amplia. El Presidente se sentó y yo al lado suyo. El general Ruiz nos explicó que, a pesar de haber informado correctamente, la gente estaba muy confundida. Enseguida llegó el presidente de la Asociación de Suboficiales de Clases y Policías con otras dos personas y charlaron con nosotros en forma muy cordial. El Presidente les preguntó si habían leído la ley y volvió a explicar que no les iba a perjudicar. Se fueron diciendo que lo iban a comunicar.


En ese momento alguien informó al Presidente que había un incidente en el aeropuerto de Quito. Él decidió salir. Le dije que me iba a quedar hablando con las delegaciones y él aprobó. Bajamos al patio donde la situación de convulsión se mantenía. Hubo policías que se acercaron pacíficamente a hablar y el Presidente dialogó con ellos. Pero cuando nos íbamos acercando a la puerta de salida, alguien de la seguridad presidencial dijo que fuéramos hacia atrás porque la puerta estaba bloqueada. Estábamos devolviéndonos cuando recibimos enormes cantidades de gas lacrimógeno. Nuestras seguridades volvieron a actuar según los protocolos, y eso me lo explicaron después: me separaron del Presidente, me halaron hacia atrás del Regimiento Quito y me pusieron una máscara antigás. Cuando se disipó un poco la nube, volví donde estaba el Presidente y pregunté a un miembro de su seguridad por qué estábamos yendo hacia atrás. Un helicóptero vendrá a sacar al Presidente, me dijo. No entendí, cómo podría aterrizar en aquel patio. Lo cierto es que seguíamos retrocediendo con dificultad y que mi seguridad me tenía totalmente rodeado. Recuerdo que el Presidente estaba conversando con dos policías que casi pedían disculpas por todo lo que estaba pasando cuando sentí un fuerte ardor en los ojos. Todo fue muy rápido. Vi un brazo y un chorro que me llegó directamente a los ojos. Era gas pimienta. Casi automáticamente sentí que bombas lacrimógenas reventaron muy cerca de nuestras cabezas. Mis ojos se cerraron y no los pude volver a abrir durante 20 ó 25 minutos. Solo oía voces de mi seguridad que gritaban “sácalo, sácalo”. Sentí que me halaron por el cinturón, me levantaron, casi me elevaron. Mi edecán ya no está a mi lado. Una bomba lacrimógena explotó muy cerca de su rostro y le afectó seriamente su visión.


Solo en ese momento me di cuenta de que la situación era dramática. Con las bombas lacrimógenas se podía pensar que eran gestos de personas desaprensivas, estúpidas y cobardes escondidas en la masa. No sentía un nivel tan fuerte de inseguridad, tan crítico.


Con el chisguetazo en los ojos sentí un ataque dirigido, personal que me dejó neutralizado y en manos de lazarillos a quienes seguía porque reconocía su voz. Ese chisguetazo me desconectó del Presidente. Mi seguridad me llevó, bajando una ladera y unas gradas, al dispensario médico donde estuve unos 40 minutos. Quizá más, pero no sé con exactitud porque ese día perdí realmente la noción del tiempo. Allí me atendieron dos enfermeras o doctoras. Recuerdo a una persona con mandil, decían que era un doctor, que me pedía tomarme una pastilla; un antiestamínico. No la acepté. Sentí desconfianza y por la dimensión que había tomado este evento, entendí que el nivel de inseguridad había aumentado. Incluso las dos enfermeras o doctoras me pedían que no hable por teléfono, que no diga nada para que no se enteren de que estaba ahí.


- ¿Dónde está el Presidente?, les pregunté.


- Lo llevaron al Hospital de la Policía, me respondieron.


Hasta ese momento no había hablado con nadie de mi familia. Pero ese rato envié un mensaje a María Raquel. Un mensaje cariñoso pero no lo suficiente como para inquietarla. “Te quiero mucho, tranquila, no te preocupes, todo está bien”. Como ella me cree todo, pensé que con ese mensaje debía quedarse tranquila.


Recuerdo que llegó un oficial que conozco bien y me dijo que había estado en la Escuela Estado Mayor y venía a ayudar. Estaba de civil y me pidió permanecer ahí mientras veían cómo me podían evacuar. Me pidió no salir ni hacerme notar. Afuera el ruido de las motos era intenso. El capitán Cárdenas, de mi seguridad, también me informó que estaban pensando en la mejor manera de sacarme de allí y me dijo que mi edecán, el mayor Sarabia, salió con el Presidente hacia el hospital donde también lo habían atendido.


Pocos minutos después, me di cuenta de que estaban ahí los seis chicos de mi seguridad; tres de ellos no estaban de turno pero llegaron para protegerme. Me dijeron que me iban a sacar hacia el GOE. Les pedí pasar directamente hacia el hospital, pero me indicaron que el ambiente en el patio era muy peligroso. Me indicaron a quién debía seguir, que no debía mirar hacia atrás y que tendría que trepar por una escalera y saltar del otro lado.


El trayecto duró tres o cuatro minutos. Caminamos en silencio. Dos policías nos vieron, pero no dijeron nada seguramente porque mi equipo de seguridad era de seis y sabían cuál era su misión. Los motociclistas se habían trasladado al patio trasero y estaban rodeando el hospital. En el GOE me explicaron que ellos no estaban sublevados y me llevaron a la oficina de su comandante. De allí no se podía salir e incluso me contaron que los sublevados querían meterse y que ellos no lo iban a permitir. Llamé al Presidente. Me preguntó dónde estaba y me contó que le dolía mucho la rodilla y que lo estaban atendiendo. Le habían puesto suero. Me pidió mantenerme en contacto y le conté que iba a recibir una delegación de sublevados. Él me dijo que iba a hacer lo mismo. Traté de hacer otras llamadas, pero al igual que en el dispensario, no salían. El sistema parecía colapsado. Sin embargo, logré hablar con el coronel Loaiza, quien había tratado de calmar las cosas en Guayaquil.


La llegada del comandante general me sorprendió: llegó golpeado, con manchas de sangre en la camisa. Llegó con el general Ruiz y el Alto Mando.


- Señores, les dije, tienen ustedes que ir a varias unidades a poner orden.


Me informan que algunas de esas unidades se habían movilizado hacia el Regimiento Quito. En eso llegó una delegación de coroneles. Percibí que discutían entre generales y coroneles. No tengo el detalle, pero me llamó poderosamente la atención ver que los coroneles tenían esa actitud con sus generales. Se habló de liderazgo, de relajo. El general Martínez se acercó y me dijo que está dispuesto a renunciar.


- Mire general, le respondí, veamos eso mañana. Ahora tenemos que preocuparnos por la seguridad del Presidente y por la solución de la crisis. Lo vi sensiblemente agobiado. Por cierto, parte de los gritos que se oían cuando llegamos al regimiento en la mañana con el Presidente era “fuera al CG”. Gritaban “comunistas”, pero también “fuera el comandante general”. El general Martínez también me dijo que sabían que los sublevados querían ir a liberar a los policías detenidos por violación de derechos humanos en la Cárcel N. 4. Les dije que tomaran las medidas del caso, que mandaran gente del GOE o del GIR, que no íbamos a permitir que hubiese fugas de las cárceles.


La reunión con la delegación de sublevados fue larga. Cada uno quería hablar, sumar temas y, al final, después de mis explicaciones, uno de ellos dijo:


- Puede ser como usted dice Ministro, pero póngalo por escrito o no salen.


- Parece que usted no conoce, le respondí, que este Gobierno no firma nada bajo presión; más aún en estas condiciones que se están pareciendo a un secuestro.


- No lo ponga en esos términos, me dijo, pero eso tiene que firmarse.


Volví a hablar con asesores y subsecretarios para que tomaran medidas relacionadas con la seguridad en otras ciudades del país. Informé al Presidente que el comandante puso su cargo a disposición y cuál fue mi respuesta. Él aprobó y me dijo, refiriéndose a las delegaciones, que no había que aceptar ninguna presión. El Presidente también me informó que había inseguridad en los medios de comunicación públicos. Precisamente, mi viceministro, quien logró llegar al GOE, me contó que había llamado al Canal Público para que me entrevistaran porque Abdalá Bucaram Puley declaró que me fugué y no estoy en ningún lado… Ese invento también preocupó a María Raquel porque me llamó. Esa fue la segunda vez en el día que hablé con mi esposa.


Apenas terminó la alocución presidencial, que creo que fue la primera, dije al GOE y a mi seguridad que organizaran un operativo para ir donde estaba el Presidente. Justo en ese momento, apareció Carlos Pólit, quien había logrado llegar al GOE con algunos asesores. Me dijo que estaba intentando conectarse con otros jefes de otras instituciones para que hubiera un pronunciamiento institucional.


- Ya tenemos diseñado el operativo de salida, me informó mi edecán, pero no recomiendo ir al Hospital de la Policía. Sé, sin embargo, que tengo que llevarle donde usted ordene.


- Sí, es una orden, le respondí.


- Déme unos minutos, señor Ministro.


Mi edecán volvió, me dijo que estaban listos y me pidió seguir a uno de mi seguridad. Un equipo del GOE nos contactaría más arriba. Caminamos a lo largo de un muro que separa el GOE del regimiento Quito. Es un muro muy estrecho que hay entre la calle y el regimiento. Logramos pasar, subimos y luego descendimos una pequeña ladera que cae sobre el patio del regimiento Quito, muy cerca de la puerta del Hospital de la Policía. Pensé que íbamos a entrar por emergencias, pero me llevaron por atrás a la lavandería porque hubo unos gritos y una alarma. Tuvimos que esperar un rato, metidos en medio de las lavadoras. Allí pensé en mi esposa. Por detrás de las lavanderías fuimos por un camino que se antojó interminable hasta el primer piso. De ahí subimos al tercer piso que yo conocía bien por haber estado internado durante tres días en el feriado del 10 de Agosto. Tuve un problema con el nervio trigémino y dolores tremendos. Incluso saludé con médicos y enfermeras que reconocí. Días antes, además, habíamos hecho una entrega importante de equipos médicos. Pienso que eran las cuatro de la tarde. El Presidente ya había sido cambiado de habitación por motivos de seguridad. Cuando ingresé, él estaba hablando por teléfono con algún presidente. Me hizo un gesto con la mano de bienvenida. Estaba acostado, con el pantalón alzado y por primera vez vi la cicatriz que tiene en la pierna. Es impresionante. La asistente que le hace rehabilitación estaba poniendo hielo en la cicatriz. Se le notaba tranquilo. Me preguntó cómo logré entrar y le conté en forma breve.


Ricardo Patiño había llegado minutos antes. Lucía golpeado, con los ojos rojos tomate por los gases y la cabeza rota. Richard Espinosa llegó disfrazado de doctor. Patricio Rivera, ministro de Finanzas, también llegó, pero él no tuvo que disfrazarse. El Presidente me comentó lo del Canal Público y hablamos de la Policía, del diálogo con las delegaciones, de los juguetes, de las condecoraciones, de los pases, del tema disciplinario, de la auditoría y de los descuentos. Recuerdo que le dijo a su jefe de seguridad que, terminado el tratamiento, nos teníamos que ir. “No nos vamos a quedar aquí, dijo, toda la noche”. El Presidente estuvo en permanente contacto con Javier Ponce, ministro de Defensa.


Me reuní con el comandante general, el general Ruiz, el general Mantilla… Les dije que el tiempo se terminaba y que tenían que despejar abajo a la gente porque de lo contrario ahí, más tarde, habría otras medidas. Hubo más delegaciones con la misma historia, la misma sorpresa, el mismo arrepentimiento… pero abajo la situación no cambiaba.


Hacia las cinco de la tarde, hubo un momento en el cual parecía que todo eso podía tener un final feliz. Cuando supimos que había gente que se disponía a llegar, le dije al general Mantilla que bajara, que dijera a su gente que pararan y que estaba viniendo gente. Que no podía haber enfrentamientos, que dejen que la gente llegue. Desde las ventanas veíamos acercarse ríos de gente. Era conmovedor. El Presidente se incorporó y se acercó a la ventana. Se oía que venían por él, que no se iban a ir sin su Presidente… Pero inmediatamente vimos, con dolor y decepción, cómo fueron atacados con brutalidad, con gases y las motos.


Se entiende que estoy reñido con las horas. Por eso no sé si fue hacia las seis, o un poco más tarde, cuando el general Ruiz subió y me dijo: “Ministro, la gente dice que van a cantar el Himno de la Policía y van a hacer una calle de honor para el Presidente”.


- Confirme, le dije, que sea una calle de honor.


Me asomé a la ventana y vi fue un corredor de gente, enmascarados, unos uniformados, otros civiles, algunos en moto. La curva, por razones obvias, debía ir hacia abajo para que el Presidente se juntara con la gente de Alianza PAIS. Pero ellos la estaban haciendo hacia arriba.


Los generales Ruiz y Mantilla volvieron diciendo que sí se trataba de una calle de honor. “Eso es una emboscada”, les dije. La seguridad ya nos había dicho que por la radio de la Policía estaban diciendo “maten al Presidente”. Inteligencia nos había informado que había francotiradores apostados en los edificios aledaños. En ese momento ya estaba en marcha el operativo para rescatar al Presidente.


- Señores generales, dije a Mantilla y a Ruiz, bajen y digan que no hay calle de honor, que se formen al frente, que regresen al cuartel. Volvieron. Dijeron lo mismo: que esa era la calle de honor y que debía ir hacia arriba. Por la ventana vimos que el GIR trataba de despejar la vía. Creo que ellos, sabiendo que había un operativo de rescate militar en marcha, trataron de hacerlo primero. Llegaron formando un escuadrón tipo romano. Con escudos en frente y formados en líneas. Pero no lograron acercarse hasta la puerta. También ellos fueron reprimidos brutalmente y se replegaron sin usar la violencia. Entonces ingresaron al patio de la Policía a través de una malla y ese dato es importante porque luego hicieron parte del operativo de rescate del Presidente. El tiempo pasaba y para entonces dependíamos de que alguien del equipo de seguridad del Presidente nos dijera qué hacer: los operativos de rescate estaban lanzados.


- Están por llegar, anunció el jefe de seguridad del Presidente. Tenemos que actuar ahora. ¡Es ahora!


La tensión subió. Se apagaron las luces mientras ponían al Presidente en una silla de ruedas. Le di la mano y le dije que todo iba a salir bien. Los dos nos dimos una palabra mutua de ánimo, justo antes de salir al corredor plagado de gente de seguridad. Pero la situación era preocupante. Se escucharon los primeros disparos mientras el mayor Miño, jefe del GOE, le daba el casco y la máscara antigás al Presidente. El chaleco ya lo portaba. Salió el Presidente en la silla de ruedas, rodeado por la seguridad. Atrás iba yo y a los lados Richard Espinosa y Patricio Rivera. Salimos hacia el corredor donde están los ascensores y ahí había muchos periodistas. Se abrieron las puertas y me llamó la atención la terrible cantidad de gas lacrimógeno.


El Presidente fue alejado con mayor rapidez. La oscuridad era total y el gas sofocante. En esos momentos alguien gritó que me dieran una máscara. Me detuve para tratar de ponérmela, sin éxito. Alguien me haló del brazo y me llevó hacia arriba, hacia el auditorio del cuarto piso. Allí pasé un buen rato tosiendo por la cantidad de gas. En la oscuridad divisé muchos cuerpos de periodistas tendidos en el piso. Alguien rezaba. Alguien gritaba, ¡al piso, al piso! Afuera la balacera era tremenda. Yo pregunté si allí había ministros. Me dijeron que estaba el de Finanzas. Pregunté por el Presidente y me dijeron que no lo habían sacado y que estaba en neonatología. La seguridad me puso entre dos hileras de sillas. Empecé a escribir mensajes a mi familia. Con mi esposa entrecrucé algunos. Pensé que no había hablado con mi madre y que no lo había hecho a propósito, pero sí le había enviado mensajes con mi esposa o con mi hermana. Afligido, porque se estaban disparando entre ecuatorianos, pensé en mi padre, en mi santo, San Charbel, que es libanés, y le mandé un mensaje a mi esposa : “Lo mejor que he hecho es casarme contigo”. Tenía temor de que eso la preocupara. No recé, no pedí nada a pesar de que soy muy católico, de misa cada semana. Había muchos mensajes en mi celular. Unos contesté, otros no.


Amainó la balacera. Pregunté al capitán Cárdenas si el Presidente había salido y me dijo que sí, que estaba camino a Carondelet. Sentí un gran alivio y me incorporé. Me gritaron que no lo hiciera. La balacera continuó un poco más y luego me senté en el estrado del auditorio. Entonces prepararon el operativo para el ministro de Finanzas y para mí; los únicos funcionarios que quedábamos. Antes, hubo vidrios que se rompieron en el cuarto piso y alguien preguntó si allí había ministros. Alguien dijo que no y nunca sabré con qué intención se hizo la pregunta. Mientras los periodistas me entrevistaban, el capitán Cárdenas me hizo poner un chaleco antibalas blanco. Alguien me dio una chompa amplia roja para cubrirlo.


El capitán me dijo que íbamos a salir por el mismo camino que habíamos entrado. En el tercer piso no había nadie. En el primer piso, un camarógrafo me reconoció y comenzó a seguirnos. Sentí la luz de la cámara en la nuca hasta la lavandería. Siete personas de la seguridad me protegían. La oscuridad y el piso mojado dificultaban el avance. Cuando volvimos a la pequeña ladera que está dentro del regimiento hubo de nuevo disparos. Le pregunté a mi edecán para quién eran esas balas. Para nosotros, ministro, me respondió y me invitó a seguir. Llegamos al GOE sin que me hubiera percatado. Allí estaba el mayor Miño con la gente que había participado en el rescate del Presidente. Estaban muy golpeados y me dijo que había muchos heridos y alguien del GIR muerto. El mayor Sarabia me informó que nos habían prestado un Vitara blanco y que todo estaba listo para salir. En el camino vimos escombros, llantas quemadas, pedazos de madera… Cuando nos acercábamos al centro de Quito empecé a mandar mensajes de que al fin había salido. Por un momento pensé ir a ver a mi esposa, pero seguimos hacia la Presidencia. Llegué al palacio por el lado del Ministerio de Gobierno y allí estaba mi equipo. Mi facha no era la habitual: tenía la cara hinchada por los gases, la camisa por fuera del chaleco... Les pedí esperarme porque debía ir a ver al Presidente. Lo encontré en la oficina contigua a su despacho preparando su intervención a la nación. Se levantó, me dijo: “Qué bueno verte bien”. Le respondí algo parecido y nos dimos un abrazo. Me acuerdo que me dijo: “No nos engañemos, esto no es ninguna demanda salarial. Nadie dispara al Presidente o al Ministro para pedir condecoraciones. Es absurdo”. El Presidente se quedó preparando unas ideas para su intervención mientras algunos nos dirigimos al salón Amarillo para hacer una declaración. Enseguida fui al Ministerio, agradecí a mi equipo de trabajo y pedí un aplauso para el personal de mi seguridad. Ellos me salvaron la vida.


De regreso a casa, hacia la 01:30 del viernes, pensé en el momento en que escribí a María Raquel que lo mejor que había hecho en mi vida era casarme con ella. Recordé que mientras le escribía se me había hecho un nudo en la garganta. Me vi tirado en el piso, oyendo la balacera y pensando en la posibilidad de morir. Pensé en las ganas que tenía de volver a verla.

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