Ni dólares ni español, los waoranis se aferran a la tradición
Aves pintadas de amarillo revolotean por el aire, entre las copas más altas de los árboles, una alfombra verde natural se extiende sobre el suelo selvático y, bajo ella, es factible encontrar petróleo o el minúsculo cadáver de algún recién nacido sepultado con vida por una madre waorani que decidió despojarlo de la oportunidad de crecer porque ya no podía alimentar más hijos.
Es un lugar protegido en Orellana. En el Parque Nacional Yasuní hay mucho más que oro negro. Humberto Awa, guerrero de uno de los últimos grupos indígenas contactados, es muestra de ello. Este waorani (uno de los 420 que habitan en las inmediaciones del bloque 16), yacimiento petrolero operado por la compañía española Repsol YPF.
La vecindad involuntaria a la que se vieron expuestas las comunidades indígenas hace 20 años, cuando el bloque era explotado por otra compañía, tuvo un inicio violento. No hubo pipa de la paz, sino un convenio de respeto mutuo (firmado en 1993) que normalizó la situación previo a que la petrolera se instalara en el lugar.
Ancestral vs. Moderno. La familia de Humberto Awa, Yadira Baiwa, Carolina Awa, Clara Wa y Yero Caila reciben a los visitantes junto a la hamaca amarilla que sirve de altar matrimonial. Antonio Serta (arriba) habla por celular en el Museo etnográfico Cicame en la Amazonía.
Para ellos recibir un invitado es sinónimo de ceremonia. Entonces se despojan de sus camisetas cortas con algún auspicio político o con el logo de una marca comercial y los zapatos de lona desvencijados y empolvados hasta los pasadores.
Las mujeres lucen el tapa rabo que les caracteriza, achote en el rostro y unas palmas que les protegen del descuido que el improvisado vestuario pueda causar dejando al aire uno de sus senos. Awa, el único hombre de la familia, luce un cómodo calzoncillo grisáceo y la indumentaria y artesanías guerreras de sus ancestros.
Caminan descalzos sobre tierra húmeda. Su refugio cerca del Coca es una tierra de clima impredecible. La lluvia entra y sale del recinto como si tuviese voluntad propia. Para los wao sí la tiene. Es un espíritu.
Aunque muchos de ellos ya han tenido contacto con el dólar y sus beneficios, la gran mayoría prefiere mantener su economía autárquica o de autoconsumo. Su alimentación se basa únicamente en lo que pueden cazar, plantar o recolectar.
Los hombres se deslizan sigilosos por la selva portando lanzas de casi dos metros, pese a que gran parte de la población no supera el metro cincuenta de estatura. Es su trabajo y no hay horarios. Pueden perderse al interior del corazón del bosque durante 3 o 4 días.
La comuna tiene más necesidades que comodidades. Aunque gozan de agua potable, luz eléctrica, escuela, dispensario médico y hasta transporte comunitario... Nada de esto lo proporcionó el Gobierno.
La compañía española que se coló en la selva ecuatoriana trabaja, a través de su departamento de Relaciones Comunitarias, para suplir la ausencia gubernamental desde 1999.
Pero ello no indica que Awa se abstenga de comentar sobre política: "Correa bueno", aseguró señalando la carretera.
Artesanías y negocio. Los waoranis occidentalizados ya no regalan artesanías a los visitantes, las venden. Su bisutería es elaborada a partir de los recursos que les provee la naturaleza de forma exclusiva. A diferencia de otras etnias, no utilizan tintas artificiales para darle color a sus acabados.
Antonio Serta es un caso ejemplar. Su labor como guía del único museo etnográfico de la Amazonía ecuatoriana ocupa la mayor parte de su tiempo.
Entre los acogedores pasillos del Museo Cicame, construido por el célebre misionero Alejandro Labaka, sus palabras reseñan la historia de sus antepasados. La conoce de sobra. Con dinamismo distingue los utensilios y muestras de la colección museística.
A la hora de hablar sobre chamanes su tono ceremonial apacigua el ruido. Entonces se disculpa, una llamada entrante a su celular Nokia a color le interrumpe.
Regresa para contar al público sobre su suegra, "que nació tigre y murió porque la cazaron", "el man que llegó" al Coca, y la importante labor de "los rupus" (abuelos) para aconsejar a los niños poniéndoles ají en los ojos.
Pero ahora todo ha cambiado. Maneja el dólar, el idioma y las leyes "occidentales". Por eso, dice, sus hijos son malcriados "porque ya no les ponemos ají en los ojos".
El pueblo indígena recibe más ayuda del sector privado que del sector gubernamental.
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