Por: Ilitch Verduga Vélez
Cuando se escriba la historia de la literatura manabita del anterior y actual siglo, habrá que pensar muy cuidadosamente para catalogar y tal vez diferenciar a sus cultivadores y a sus suscitadores y, obviamente, de quienes tuvieron el talento y la generosidad de caminar por estas dos sendas, las de la creación y la de la motivación de las letras, que deberán ser reconocidos como los mayores, en esos menesteres, culminantes para la cultura de una región, de una nación.
Horacio Hidrovo Peñaherrera fue un luminoso exponente de aquellos seres humanos, polifacéticos, que pueden poner su sino de sensibilidades en lenguaje de belleza para el goce y en bien de los demás, o sin egoísmos orientar a noveles lobeznos en eso del camino de las bellas letras o de la lucha ciudadana. Debo reconocer que fui uno de sus discípulos cuando él culminaba su etapa universitaria y yo iniciaba mis estudios de la llamada, en ese entonces, educación secundaria.
Sin embargo, la amistad surgida de un suceso circunstancial -que a párrafo seguido relato- solo era una continuación del gran afecto que se profesaban mi padre, el profesor Franklin Verduga Loor; y don Horacio Hidrovo Velázquez, su ilustre progenitor.
En 1959, y en el oscuro y siniestro paréntesis político del gobierno socialcristiano de Camilo Ponce Henríquez, se produjeron los trágicos eventos del 29 de mayo, donde el pueblo de Portoviejo logró vengar la muerte del conscripto “Papi” García, muerto en extrañas circunstancias. El levantamiento popular costó la vida de algunos de nuestros buenos amigos y conocidos.
Conmovidos los estudiantes manabitas residentes en Guayaquil, organizamos un acto de protesta por estos luctuosos hechos. Horacio encabezaba la manifestación que de la vieja casona universitaria marchaba por la calle Chile hacia la Plaza del Centenario, al llegar a la esquina de 9 de Octubre avanzamos en silencio y pacíficamente, sin saber que nos esperaba el escuadrón de la Policía montada, al mando del tristemente célebre capitán Saltos, con sus sables y gases lacrimógenos, listos para disolvernos. Y así fue.
El primer mandoble de los muchos que se dieron en ese mediodía fue sobre la esmirriada humanidad de Hidrovo Peñaherrera, que rodó al suelo con grave peligro de su integridad física, pues los caballos amenazaban pisotearlo. Como pudimos, con otros compañeros lo rescatamos hacia la vereda y en un taxi lo llevamos al hospital Vernaza.
Después de las necesarias revisiones médicas, salimos e intercambiamos anécdotas de los momentos vividos, y los coterráneos le pedimos que iluminara los hechos con un poema de su autoría. Con la serenidad que lo caracterizaba, contestó: “No es tiempo de poesía, es de lucha”.
Más tarde se dieron los sangrientos acontecimientos del 2 y el 3 de junio de ese fatídico año donde fueron segadas las vidas de centenares de compatriotas, en uno de los crímenes más atroces que registra nuestra historia contemporánea y que, además, quedaron en la más absoluta impunidad.
Dicha circunstancia dolorosa e injusta que recordábamos con nostalgia junto a otros dolores de la patria, que solventábamos en mis ocasionales visitas a mi provincia, buscaba razones y conclusiones que quedaban siempre para el siguiente viaje, y que hoy ya no son posible construirlas porque el sueño eterno de la incorporeidad lo cubre para siempre. Nuevamente la ceniza del hombre se une al río, vivificándolo.
Fuente: EL TELÉGRAFO*
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