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Revista VISTAZO
María Belén Arroyo
Dos caras de la migración: el peligro del viaje sin papeles, según lo documentó una investigadora ecuatoriana, y las secuelas en los hogares. Una generación de niños sin padres, los hijos del dólar, crece a ambos lados de la frontera.
Las víctimas ecuatorianas de la masacre en Tamaulipas no fueron las primeras. Tampoco serán las últimas. En enero de 2009, en la comunidad de El Carmen Arcotete, siete kilómetros al noroeste de San Cristóbal de Las Casas (Chiapas, México), policías dispararon contra un camión que transportaba a 30 migrantes indocumentados de varias nacionalidades. Tres personas murieron: dos eran mujeres ecuatorianas; y ocho quedaron heridas, cuatro eran de Ecuador. ¿Qué pasó con los heridos? ¿Llegaron a su destino en Estados Unidos? ¿Engrosan la lista de ecuatorianos que desaparecieron en el viaje sin final?
Son preguntas sin respuesta. “Lo más complejo de la violencia cotidiana que entraña la migración indocumentada en tránsito, es que todo aquello que suceda a los migrantes queda invisibilizado, queda en silencio, se convierte en parte de la normalidad del proceso migratorio”, explica a Vistazo, desde México, la investigadora ecuatoriana Soledad Álvarez Velasco, antropóloga por la Universidad Iberoamericana de México. La académica, de 29 años, realizó entre 2008 y 2009 una investigación de campo en una de las rutas por las que transitan los migrantes indocumentados, en la frontera sur de Chiapas, México.
En el curso de su estudio documentó el ataque de enero de 2009 donde murieron dos ecuatorianos. También informa que de 1.692 extranjeros indocumentados que la Armada Mexicana entregó a las autoridades migratorias entre 2000 y 2009, la gran mayoría (1.237) procedía de Ecuador.
Los resultados de la investigación, avalada por la Universidad Iberoamericana de México, constan en la tesis de maestría “La frontera sur chiapaneca: el muro humano de la violencia”. Un extracto consta en el boletín Andinamigrante de Flacso, Ecuador.
Tres rutas hacia Estados Unidos
La investigadora describe tres rutas para el acceso de ecuatorianos a Estados Unidos.
Cinco mil kilómetros separan a Ecuador de Estados Unidos –dice Álvarez–: “Si un indocumentado pretende cubrir la distancia, la única forma es a través de una red de coyotes”. La primera ruta, que demora entre dos y cuatro semanas, consiste en llegar por avión hasta México y atravesarlo por tierra.
Cuesta entre 15 y 20 mil dólares.
La segunda es volar a Guatemala, Honduras o Nicaragua y llegar por transporte terrestre y fluvial a la frontera sur chiapaneca. El viaje cuesta entre 10 y 15 mil dólares; demora entre tres semanas y dos meses.
La travesía más barata y la más peligrosa combina rutas clandestinas por mar y tierra.
“Zarpan en un barco pesquero desde las costas ecuatorianas, atraviesan el océano Pacífico hasta costas guatemaltecas, dura de dos a cuatro semanas. A esto se suma el cruce de las fronteras sur y norte, más el territorio mexicano, el viaje puede durar un mes”. El precio por esta vía varía entre ocho y 10 mil dólares. Ninguna ruta es segura. A pesar de los peligros, más ecuatorianos siguen emprendiendo el viaje sin final.
La hermana Julia Serrano, religiosa española que vive en Chimborazo desde hace 28 años, explica que la gente viaja porque necesita trabajo. Falta creatividad en los espacios de poder, para dar impulso a iniciativas productivas, sentencia la religiosa.
De otra forma, pronostica, “La gente seguirá migrando”.
Los Zetas no son el único peligro
“Peligro siempre hubo. Atravesé México luego de una semana de caminatas forzadas, durmiendo una hora al día. Íbamos 200, de varios países. Los guías-coyotes tenían buenos contactos, solo pagamos “peaje” a los policías. Al grupo que viajaba antes que nosotros le cayeron los “Maras Salvatruchas”, tan salvajes como los Zetas. Si tus familiares no pagan tu rescate, mejor que estés muerto. Usan ácido para desaparecer a las víctimas”.
Pese a los peligros de la travesía, César le teme más a la “migra” que a las bandas de narcotráfico, trata y explotación de personas que amenazan la travesía. “Viví algún tiempo en Estados Unidos, tuve una compañera y nos nació una niña. El día de mi cumpleaños, salí del sitio donde trabajaba, un amigo me llevaría a mi festejo. Él no llevaba licencia de conducir, nos detuvieron y vieron que yo no tenía papeles”.
Después de siete meses en la cárcel de Ohio, César fue deportado. Su hijita se quedó en ese país; no la ha visto en dos años.
La niña es una de las cinco millones de criaturas estadounidenses que quedarán en desamparo si el Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), “Continúa con la ola de deportaciones en todo el país, con graves consecuencias y desajustes emocionales en padres e hijos”, advierte a Vistazo, desde Estados Unidos, el ecuatoriano Oswaldo Cabrera, presidente de la Coalición Latinoamericana Internacional, CLI.
Los huérfanos de la migra
Oswaldo Cabrera realizó una huelga de hambre durante 54 días, para sensibilizar a las autoridades estadounidenses del drama que supone la separación de padres e hijos. “Uno de los resultados fue la decisión de fines de agosto, de frenar la deportación de personas que tengan familiares o hijos nacidos en Estados Unidos”, relata Cabrera.
En su libro “Niños estadounidenses huérfanos por la Migra”, Cabrera cuenta dolorosas historias, como la de los niños Gabriela y Roberto Carlos Galarza, cuyo padre, Héctor, fue deportado al Ecuador.
El caso más conmovedor es el de Dulce María, niña de dos años que se quedó sola cuando su madre, salvadoreña, fue deportada.
La recogió una vecina, que llamó a la CLI y a un presentador de televisión. La niña permaneció bajo su cuidado durante tres años, hasta que por gestiones humanitarias sus abuelos fueron localizados en El Salvador, y recibieron visas para reunirse con ella. En 2008, una veintena de huérfanos de padres deportados estaba bajo custodia de la CLI.
Como alternativa para evitar nuevas separaciones, la organización plantea la adopción simbólica de los niños estadounidenses a sus padres migrantes.
Pero no solo en Estados Unidos los hogares sufren. En Ecuador, una generación de niños abandonados por los padres crece bajo el cuidado de abuelos, tíos, vecinos…
Los hijos del dólar
La hermana española Esther López trabaja desde hace tres años en Cumandá, cantón al suroeste del Chimborazo, a orillas del río Chimbo, límite con Bucay.
“Vine con la misión de trabajar con familias de migrantes. A veces siento impotencia, cuando veo a cuatro niñas –la mayor tiene 18 y la menor 13– con parejas e hijos, porque hace nueve años que no ven a su madre y no han tenido guía ni el calor del hogar”.
Según la religiosa, el 90 por ciento de pobladores tiene uno o más familiares en el exterior, swea en España o en Estados Unidos.
De acuerdo con el libro “Estudio de Capacidades Empresariales en Chimborazo”, este cantón tiene más niños y adolescentes que adultos. Manuel Salazar y María Álvarez tienen 70 años y no olvidan a sus dos nietos. Recibieron a los niños pequeñitos y los criaron durante los ocho años siguientes.
Cuando sus padres los reclamaron en España, los abuelos sintieron un dolor del que todavía no se recuperan, pero saben que los niños deben estar con sus padres.
Son algunas historias de sufrimiento por la migración. Tanto dolor en ambos lados de las fronteras. Todo por un puñado de dólares.
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