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El parque, junto a las montañas. Tres chicos dialogan cerca a una escultura colocada por el Distrito Metropolitano; al fondo, las montañas.
Las siluetas de hombres y mujeres se mueven por los callejones 141 y 142 y la calle Martha Bucaram, la principal y más ruidosa de la Ciudadela Ibarra, situada en el suroccidente de Quito.
Son las 19:00 del pasado jueves 12 de julio, y las esquinas de las callejuelas se convierten en sitios gregarios para los jóvenes de esta y de otras zonas sureñas, que charlan y oyen música hasta la madrugada.
Habitada por 76 000 personas, en 26 barrios, la Ibarra ha sido señalada -en un estudio de una reconocida universidad quiteña- como un lugar de expendio de drogas al por mayor, en especial de marihuana y base de coca.
Según el estudio, hecho durante cinco meses, el Comité del Pueblo, en el norte, y la Ciudadela Ibarra, en el sur, forman los 71 circuitos internos de distribución y consumo de droga para otros barrios.
La universidad solicitó no precisar su nombre por razones de seguridad.
Un resumen de la investigación, publicada en EL COMERCIO, revela que 1 gramo de marihuana cuesta USD 1.
Igual valor los 0,6 gramos de pasta base. El Director del informe, que pidió no mencionar su nombre, dijo que la Ibarra es una zona de venta y distribución para el centro y el sur, al por mayor .
En al menos ocho casas ofrecen los llamados ‘bloques’, de 1 000 tamugas (de 0,8 a 1 gramo por unidad a un costo de USD 1). O pasta base de 800 paquetitos.
“Aquí -sostiene el investigador- la venta no es en la calle por intermedio de los ‘brujos’ o ‘jíbaros’; los consumidores van a las casas, golpean la puerta o la ventana y obtienen los alcaloides”.
Otra modalidad en esa ciudadela: la venta por teléfono. Los distribuidores ingresan la droga al barrio en las madrugadas.
Por la escasa luz de los postes de la Ciudadela Ibarra, el nombre de una antigua hacienda, apenas se ven las figuras, alertas a cualquier movimiento.
Grupos de cuatro o cinco personas se reúnen en las esquinas de las casas de una y dos plantas, de fachadas desconchadas y grafiteadas con mensajes ilegibles, triángulos y manchas de una simbología solo descifrada por las tribus urbanas que disfrutan del rock, hip hop y reggaetón.
21:00 del pasado viernes 13. Parqueados a una distancia prudente, en la calle Bucaram, se ve que llegan más personas. Ya en el pasaje 141, las figuras se vuelven difusas; la mayoría usa chompas con capucha, pantalones anchos y zapatos tenis. Chocan las manos y en seguida fuman. Las volutas de humo ascienden a los focos.
Un parque para la diversión
Como si fuese un guión repetido, Esther B., una vecina, dijo, en la tarde del viernes 13, que esa noche su calle y las aledañas son una chimenea de marihuana.
“El olor es tan fuerte que debemos cerrar puertas y ventanas para no percibirlo”, explica, sin dejar de mirar a Luis, el nieto de 7 años, que se divierte, como decenas de niños y adolescentes, en el amplio parque de la ciudadela, repleto de canchas de basquetbol, voleibol y fútbol.
Luis abandona el columpio.
Dice que a un tío, que trabaja en un hotel de Quito, le asaltaron cuando volvía de madrugada. “Ahora el taxi le deja al pie de la casa”, musita Esther. “En la Ibarra –explica– todo el mundo sabe que se consume marihuana por tamugas”.
Esther afirma que la mayoría de chicos son buenos, “tienen principios, son respetuosos y estudian, no podemos pagar los platos rotos por aquellos que fuman”.
Esther pide a la Policía que vigile con más atención los callejones. “La Policía pasa en las noches y los fumadores vuelan, los vigilantes se van y otra vez los viciosos se reagrupan, es un juego del gato y el ratón”, dice la abuela.
Los adolescentes, de 12 y 18 años, son los más entusiastas jugadores de basquetbol, en canchas bien acondicionadas, construidas por el Distrito Metropolitano.
José B. juega basquetbol con su tía, Miriam B., de 14 años, y su amiga Jéssica, de 15. “Conocemos los callejones, a veces quieren vendernos tamugas, pero sabemos que eso es malo, mejor jugamos y ayudamos en las tareas de la casa”, dice José, alto y flaco.
Hace una canasta que causa la algarabía de las chicas.
La gente junto a Esther también resguarda a sus hijos o nietos de la presencia de los fumadores.
Se animan a hablar en medio del griterío de cientos de jóvenes que disfrutan sus vacaciones.
Una garúa asienta el polvo de las canchas de fútbol, al mediodía del viernes 13.
Ofelia R., hija de Esther, reconoce que hay pocos policías, ocho en el retén del barrio. “Ellos hacen dos turnos, de cuatro policías cada uno; los fumadores apenas ven a la patrulla se escabullen por el sector del asilo de ancianos, por los callejones, luego vuelven”.
Tres niños, que juegan en un columpio, la escuchan. Martha T., vendedora de golosinas, reconoce que a las 19:00 y 20:00 se refugian en las casas por miedo a los consumidores y alcohólicos.
Cerca del parque se levanta la UPC, Unidad de Policía Comunitaria. Es una casa sencilla, de una planta, asegurada con mallas; en la sala de visitas se destaca un gran mapa de la zona.
El sargento Lucas Rugel, alto, blanco y corpulento, admite que hay consumo de alcaloides en el barrio. “Patrullamos, cuando la gente de los callejones nos ve, corre, luego vuelve; es la rutina de las noches; cuidamos a los niños y jóvenes del parque”. “El robo de casas bajó gracias a la captura de la banda de Mama Lucha”.
La gente que hace el barrio
La Ciudadela Ibarra parece un pueblo grande, lleno de comercios . La noche del viernes es bulliciosa, los autos van y vienen por la calle Martha Bucaram. Tiene anuncios de neón que ofrecen pollo frito, pizzas, como la King Pawis de Colombia, atendida por el caleño Milton Andrés Tobar; almacenes de electrodomésticos, restaurantes, tamales lojanos.
Maritza Vaca vende estos ricos tamales hechos de mote y envueltos en hojas de achira. “Sin café pasado no hay tamal”, dice sonriendo. Llegó de Pindal y vende el tamal a 50 centavos, en la Bucaram y la 7. Cinco cuadras más arriba, en un pasaje, don Juan Romero Chávez, ferroviario de siempre, luce su casco amarillo de la empresa de trenes y el uniforme azul. Trabajó 25 años allí.
A sus 77 años goza de buena salud. Laboró en la línea Ibarra-San Lorenzo. Fue peón, Jefe de Cuadrilla, Jefe de Estación. Al igual que la lojana Maritza Vaca, don Juan es uno de los referentes de trabajo y tesón de este barrio de emigrantes de todo el país y de Colombia. “Muy cerca fuman, pero la gente honrada y trabajadora somos la mayoría”, dice don Juan.
Fuente: EL COMERCIO*
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