Luis habla bajito y fija su mirada en el suelo. Juega con los dedos de sus manos, mientras medita para procesar bien las preguntas.


Luis (nombre ficticio para proteger su identidad) entiende el español, pero ciertas palabras no comprende. Su padre, Antonio, las traduce al quichua.


De a poco este adolescente, oriundo de una comunidad de Otavalo, procura narrar el calvario que vivió cuando se fue a Brasil, entre el 25 de marzo y el 29 de diciembre del año pasado. Tenía 17 años y viajó en busca de un mejor porvenir para él y su familia, pero terminó convertido en víctima del tráfico de personas: prácticamente esclavizado.


“Estoy feliz de que mi hijo esté otra vez con nosotros. Esas noches sin él llorábamos, temíamos que le pasara algo. Fue un tiempo terrible”, dice María, la madre. Su semblante cambia de la angustia a la emoción al mencionar que Luis volvió a casa.


Vestidos con ropa blanca, alpargatas, ponchos y sombrero, el traje típico de los indígenas otavaleños, los padres del joven recuerdan que cayeron en la tentación por ingenuos. No saben leer ni escribir.
“Confiamos en ellos. Fueron familiares que nos pidieron que les prestáramos a nuestro hijo para llevarlo a Brasil”, cuenta María. Hualcas doradas cuelgan del cuello como parte del atuendo.


El traficante de personas es un morador de la comunidad. Los padres y otros vecinos explican que intenta convencer a otros para viajar. “Se aprovechó del analfabetismo de los padres de Luis y de su pobreza”, confiesa Rita Caicedo, coordinadora del Instituto de la Niñez y la Familia (INFA) en esa localidad.


Logró que pusieran sus huellas digitales en un poder. Luego se encargó de sacar el pasaporte y de comprar el pasaje aéreo. La promesa: que Luis vendería ropa en un almacén. Además, recibiría USD 150 mensuales para enviar a su familia. Para no levantar sospechas este poder fue legalizado en una notaría de Otavalo. “Sin embargo, nos pidieron que respondiéramos a todo sí”, agrega la madre, quien antes de continuar el relato, intercambia ideas en quichua con Antonio, en una tarde fría en el centro de Otavalo.


“Esta es una de las maneras de operar de estas personas”, sostiene Caicedo. Mientras los padres de Luis conversan, ella comenta que las familias no denuncian este tipo de delitos. “Se aprovechan de su pobreza, ingenuidad y parentesco. En las comunidades saben que cometen un delito, pero no lo aceptan como tal”.


Ya en Florianópolis, capital de Santa Catarina, Brasil, Luis se enfrentó a una realidad perversa y llena de adversidades. Al llegar, en la Aduana le retuvieron 30 chalinas que llevaron, con el traficante, desde Quito. Allí recibió su primera reprimenda del patrón, el traficante. Luis admite que siempre fue un empleado.


En los dos primeros meses vendió la mercadería en las calles. Huyó un sinfín de ocasiones de los policías federales, similares a los metropolitanos en Quito. A pesar del acoso, el chico vendía hasta 700 reales (unos USD 400 diarios) y recibió el dinero ofrecido. Con eso pagó el celular táctil que compró a crédito antes del viaje; hoy lo conserva. Luego de ese tiempo, Luis tuvo más complicaciones para ofrecer la mercadería. La Policía lo capturó en tres ocasiones y regresó a casa con las manos vacías. El traficante lo agredió física y verbalmente. También le amenazó si contaba algo a las autoridades locales y dejó de pagarle.


Al tercer mes se alejó del jefe. En Otavalo, mientras tanto, sus padres se desesperaron. Nunca pudieron comunicarse con él desde que abordó el avión.


“Mi comadre (la mujer del traficante) dijo que ya hablaríamos con mi hijo, que lo cuidarían, que estaba bien”. Vivían engañados, en incertidumbre.


Luis, a través del comercio, tuvo la fortuna de conocer a un vendedor peruano y a un coterráneo.
Las dos personas le dieron alimentación y vivienda. Pero el traficante se dio modos para encontrarlo. “El 20 de septiembre le rompió el tabique y no le volvió a ver”, recuerda Antonio.


Él y su esposa, en su pobreza, gastaron hasta USD 15 diarios en llamadas a Brasil para ubicarlo.
Por suerte, el otro comerciante ecuatoriano pagó los gastos del hospital. “A veces comía, a veces no; esas personas me ayudaron, yo solo quería volver”, afirma Luis, en su vivienda, una casita de cemento, pequeña y acogedora, en la comuna. El chico calza zapatos deportivos y usa jean.


Los padres buscaron ayuda, para traer al hijo, en la Junta Parroquial de Otavalo, en el INFA, de esa ciudad, y en la Fiscalía de Quito. Luis fue capturado en una redada (eso le ayudó a volver) en Florianópolis. Pasó un mes en un hogar para adolescentes y fue repatriado en coordinación con la Secretaría Nacional del Migrante (Senami), el 29 de diciembre. El 30, puso la denuncia en la Fiscalía de Otavalo en contra de su patrón. “Con mi padre nos abrazamos y lloramos mucho en el aeropuerto de Quito. Fue el día más feliz de mi vida tras esa mala experiencia”, recuerda Luis.


Hoy, la familia vive con normalidad. Teme que el traficante exija la devolución del dinero del pasaporte, el pasaje y la estadía en Brasil. “Hablamos con los padres de esta mala persona y explicamos que conocemos el caso, que esa familia está protegida por el INFA y por la Policía”, recalca Caicedo, en la casa de Luis. “Queremos que esto no se repita”. El joven ya trabaja con un amigo en Otavalo. Analiza la posibilidad de estudiar, sin alejarse jamás de su familia.


El temor en la comuna

El INFA detalló que otro afectado recibió amenazas porque contó su experiencia.
Los traficantes buscan menores de edad, ofrecen enviar dinero del exterior. Los padres dan un poder. El número de casos en Otavalo  preocupa.



Fuente: EL COMERCIO*