domingo, 27 de octubre de 2013

REALIDADES URBANAS: Claudia anhela otro oficio donde la respeten y no la excluyan

***SNN





   Claudia Boada ejerce su actividad en el barrio La Michelena, sur quiteño, ante el asedio de los transeúntes.  El oficio apenas le sirve para vivir al día. Foto: Miguel Jiménez | El TelégrafoClaudia Boada ejerce su actividad en el barrio La Michelena, sur quiteño, ante el asedio de los transeúntes. El oficio apenas le sirve para vivir al día. Foto: Miguel Jiménez | El Telégrafo


Se pinta los pómulos. Sorbe un vaso con “puntas” y lo coloca junto al maquillaje, este hábito la calibra para “encarar a la sociedad”, dice. Invirtió la tarde en acentuar sus encantos. Remarca sus labios de rojo intenso y contempla su figura en el espejo: está lista. 


Claudia Boada tiene recelo de que sepan su edad, es una chica transgénero -no se identifica con el género que se le asignó al nacer- y se desempeña como trabajadora sexual.


Acogió su nombre de la fruta agridulce, similar a su personalidad: “soy el intermedio entre santa y perversa”, asegura. A las 21:00 en punto, vacía todo el recipiente de canelazo y se despide de su familia.


Ella pertenece al 15% de personas LGBTI que se dedican al trabajo sexual por las escasas plazas laborales que deja la discriminación. Ha sido víctima de maltrato laboral y violencia en la calle. Quiere otro tipo de empleo, pero teme que se repitan las agresiones de sus colegas, como experimentó en el pasado




Ella sube al bus integrado Chillogallo rumbo a su zona de trabajo y enseguida la mirada de los pasajeros persigue sus pasos, pero las “puntas” le dieron valor y eso le abstrae del acoso o “ni siquiera me atrevería a salir vestida así”, cuenta. Sigue esta ruta jueves, viernes y sábado, si es que algún amigo taxista no la trae gratis: “nos pagamos con favores”, dice pícaramente.



Desde una butaca a la mitad del vehículo Carola, de 17 años, se fija de reojo en la voluptuosa figura de Claudia, “es casi perfecta”, apunta con un hilo de voz.


Al bajarse del autobús en el redondel de la Atahualpa, en el sur de Quito, Claudia enfila por la cuesta de la Michelena, que está llena de autos estacionados, desechos incrustados en las aceras y quioscos luminosos, por los cuales se vierte un flujo de sonidos: sirenas, bocinas, llantas acelerando, estribillos de reggaetton y vallenato. 


Boada lleva ropas ajustadas: botas hasta la rodilla, minifalda negra y blusa crema. Un collar plateado es su prenda más significativa: “obsequio de un amiguito”, musita. Solo decoró las uñas de su mano izquierda y atraviesa entre una legión de gente, es el centro de atención -sin quererlo-. “El trago me quita el miedo y no me importa lo que diga la gente”, piensa, sin detener la marcha.


Los comerciantes acotan que varias trabajadoras sexuales transgénero se ubican en este sector del sur capitalino. “Reciencito asomó una al frente, no son problemáticas”, dice Guadalupe Aguagallo, quien asa choclos y el humo avanza por la noche.


Una mujer de cabello suelto y blusa crema está parada en una esquina de la calle Mariscal. A pocos metros irradia el letrero de la farmacia Sana Sana y pese a la hora se atisba la silueta del cerro Ungüí. Cerca de la mujer pasan muchos hombres, voltean a verla, le silban y piropean: “hermosa, uyuyuy mamita rica”. Ella se mantiene inmutable porque “estoy atenta a la llegada de clientes”, dice ladeando la cabeza. A su lado hay un farol que agranda su sombra en una puerta enrollable, la cual no alcanza a cubrirla de la corriente helada.


Por otro lado, “la sexualidad y género son espacios plásticos, tendemos a verlos como naturales y definitivos, pero en realidad son construcciones sociales y políticas”, indica Beatriz Preciado, filósofa española y sostiene que “a finales del siglo XIX la medicina normalizó la heterosexualidad y patologizó la homosexualidad. Lo transgénero está más allá de la masculinidad y feminidad”. Para el sexólogo David Barrios “el sexo resulta de condicionantes biológicos de una especie; mientras que el género es una representación social que clasifica lo masculino y lo femenino”.


Desde los 23 años Claudia se dedica al trabajo sexual independiente “por necesidad porque me parecía una opción fácil de ganarse la vida”, aclara y llega una canción desde la Michelena: “...la del pelo suelto y la falda cortita”. “A los 14 años era un chico gay”, recuerda y nunca se ha sometido a intervenciones quirúrgicas. “Al finalizar la secundaria tomé hormonas que atenuaron la masculinidad de mi rostro y me feminizaron el cuerpo”. 


Vendió sus pertenencias para financiar el tratamiento hormonal y al final “fue el momento más feliz”, se entusiama y le tiemblan las manos. Solo tenía un temor: que su familia la acepte. Una de sus amigas “de la adolescencia se suicidó por el rechazo de sus padres”, solloza Boada.


 La escuela de la calle

La investigadora Lin Lim a través de la Organización Mundial del Trabajo (OMT) instó a los gobiernos a que apliquen normas y estándares laborales de protección social donde la prostitución sea reconocida legalmente. En el país estamos muy lejos de esa bendición, dice Claudia. La severidad de la vida en la calle le ha impuesto varios infortunios.


En enero la asaltaron, se defendió y la empujaron frenéticamente contra el filo de la acera, “se me partió el muslo, chillé, ¡sí que dolía!”, dice mirando el brillo de las yerbas que el viento congela. “Hacer un dólar en la calle es muy duro; aprendí a enfrentarme con una escuela desconocida: llena de amistades buenas y malas. Inclusive chicas “trans” quisieron arrancarme los ojos”, profiere refiriéndose a la envidia. “Hay gente homofóbica que te hace maldades”, indica.


Una madrugada hace cinco años un policía la apuñaló tras insultarla. Ella huyó a un hospital, le suturaron la herida y horas después, narra -con la voz quebrada-, “desperté en medio de un redondel de policías, me obligaron a ir demacrada al lugar de los hechos; mi voz no valía como la de la autoridad, y me encarcelaron por seis meses”. Desde 2009 el Código Penal sanciona la violencia contra personas por su orientación o identidad sexual con 3 años de prisión y 16 años por asesinato.


Maltratos


Boada cuenta que en la adolescencia limpiaba oficinas o cocinaba en restaurantes. Debido a su identidad sexual los colegas la maltrataron psicológicamente y abandonó esos empleos: “aquí no queremos mariconazos, oíste”, le advertían. 


Pero no podía dejarse vencer por las barreras y le urgía hallar otra vía para susbsistir. “Una amistad me introdujo en este oficio a los 23 años. Quisiera otro empleo donde me acepten como ‘trans’, pero temo a la discriminación y no quiero revivir el pasado”, se repite como si fantaseara unos instantes y se viera en un puesto laboral menos riesgoso.


“La mayoría de chicas transexuales nos prostituimos para vivir. Hombres heterosexuales de poder nos contratan: médicos, policías y deportistas. Buscan lo que la mujer no les da: sexo oral o anal y un trato super especial”. No realiza esta labor por placer y con los ingresos costea “la luz, el agua, la comida y el arriendo”, pero no le basta para invertir en un negocio propio.


Como no podría ser menos, su salud está al acecho de enfermedades. Está limpia y “cada quince días tengo chequeos de VIH/Sida” en el consultorio de la Organización Alfil, “de ese modo nos libramos de los mal encarados”, espeta. ¿Por qué? “Ciertos médicos nos hacen esperar o no nos atienden por nuestra identidad”, y no tiene más remilgos sobre la atención médica.


 Los vínculos y luchas

Fuera del trabajo Claudia es sedentaria. Ayuda en el hogar y no quiere que molesten a su familia con entrevistas. Por un lado, las “puntas” le inhiben de las miradas callejeras, pero el amor de su familia le aviva un halo de valentía al punto de que “por ellos me quito los calzones”.


En 2011 el Tribunal Supremo de Pakistán creó un nuevo género en los carnés de identidad para acomodar a la discriminada comunidad transexual, conocida como el “tercer sexo”. “Es impresionante que allá pasen esas cosas”, se sorprende y agrega: “aquí en cambio tenemos una lucha por mantenernos”, menciona y cruza las piernas. 


Le indigna que “nos reducen a estilistas o cocineras; podemos aportar más, mas nos cierran las puertas porque nuestra orientación sexual es visible. 


La sociedad debe vernos como personas e incluirnos. Tenemos nombre, pagamos impuestos y estamos a la orden de la justicia. Las agresiones y la discriminación nos hieren, es feo. Inclusive las mujeres nos insultan por la vestimenta sensual que utilizamos”.


Se le encandilan los ojos al hablar de sus 10 sobrinos, “casi un equipo de fútbol”, bromea. ¿Tendría hijos? “Me gusta esa pregunta. Nunca he tenido relaciones con una mujer, me lo pensaría, además, mi oficio me dejó sin novio”. 


Frente al vaivén de coches ella aguarda hasta las cuatro de la mañana cuando se retira a su casa. La discriminación, que pesa como el concreto, le ha desbocado a este oficio que apenas le sirve “para vivir al día”, dice Claudia.



Fuente: EL TELÉGRAFO




No hay comentarios:

Publicar un comentario