viernes, 30 de julio de 2010

La vida como un oleaje...Lorenzo de la Cruz.

***SNN
El Telegrafo

FOTO: JOSÉ MORÁN / El Telégrafo

Lorenzo de la Cruz Saldarriaga nació en Guayaquil, porque a su mamá, que estaba de vacaciones con su papá en el puerto -tenía que ser un puerto-, “se le antojó parirme por allá”. Eso fue un 22 de julio de 1926.

Según recuerda, solo llegó a estudiar hasta el tercer grado de escuela, “porque en esa época solo se estudiaba hasta cuarto, pero como éramos pobres, mi padre, Guillermo de la Cruz, de pequeñito mismo me enseñó a pescar y a sembrar sandías”.

Datos

Don Lorenzo de la Cruz Saldarriaga es uno de los fundadores de la cooperativa 10 de Agosto, una asociación que agrupa a todos los concheros y pescadores de Puerto Hualtaco. El organismo se fundó en 1998 y busca darles algunos beneficios.

Hace mes y medio, uno de sus hijos menores, Noé, murió de un infarto, justamente, frente al manglar, cuidando las propiedades de la asociación, como botes, mallas y motores. Desde allí, don Lorenzo anda “más muerto que vivo”.

Toda la familia De la Cruz, excepto las mujeres, se dedica a coger conchas o a pescar. Tienen algunas canoas a motor y ahora se van río abajo, porque en Puerto Hualtaco “ya no hay conchas y el manglar está cediendo terreno”.

Sobreviviente de la guerra del 41, ni los letales bombardeos peruanos lograron correrlo de su hábitat de toda la vida, en medio del manglar, del salitre y de las conchas...

A sus 84 años de majar lodo duro y parejo, a don Lorenzo de la Cruz Saldarriaga le sobran ganas, pero le faltan fuerzas; le sobra pasado, pero le falta presente; y de futuro, ni hablar, porque “el manglar se está secando y las conchitas se han ido como pa’otras aguas lejanas”...

Instalado en una cama cubierta de polvo, sobre un piso de tierra, cual si estuviera en medio de un desierto cercado por paredes de ladrillo, su voz es un lamento que huele a mentol, pero que sin renuencias pone a disposición de todos cuantos quieran conocerlo de cuerpo entero, encorvada la espalda y arrugada la piel.

“Desde hace 15 días que no pego el ojo, joven. Me duele toda la frente y me dan ganas de salir a toda carrera en busca de mi jicra y mis guantes, directo pa’el manglar, allá de donde nunca he salido, ni siquiera cuando la guerra con el Perú, en el 41, a ver si así se me levanta el ánimo”.

Al influjo de sus propias palabras, se sienta en el filo de la cama y desdeña los tiempos actuales mirando a su alrededor, sin nada en donde posar la mirada, pues su casa es solo él, un baúl sin contenido conocido y las paredes con claraboyas por donde se filtra el viento de Puerto Hualtaco, con reminiscencias marineras y luces como en el cine de antaño.

“...allí atracábamos hasta con 150.000 conchas,...ahora vaya a ver cuántas saca, no saca ni cuatro”

Sin presunciones de figuración, don Lorenzo escoge el pasado heroico para encuadrar sus inicios al pie del agua y los ramajes duros.
“Cuando tenía 9 años, al finalizar la escuela con mi maestra Argentina, en la isla San Gregorio, comencé a recoger conchas con mi padre. Salíamos temprano, cuando la marea aún está baja, para aprovechar los espacios; luego, cuando el agua se nos venía encima, parábamos la jornada hasta que nuevamente regresábamos en busca de las conchitas”.

Luego -dice- se iban en una canoíta aguas abajo, a buscar otros manglares donde arrimarse y reunir la mayor cantidad de conchas “para ir a venderlas a Guayaquil, al Mercado Sur, justo en Gómez Rendón y la ría, allí atracábamos hasta con 150.000 conchas. Ahí la cosa sí estaba buena,...ahora vaya a meterse al lodo a ver qué saca, no saca ni cuatro conchas porque todo se acaba, amigo”.

Aquejado de una nostalgia irreversible, recuerda que así, a ritmo de marea alta, la vida se le fue yendo hasta que llegaron los estruendos de la guerra y el archipiélago se convirtió en un ir y venir de cholos asustados, tirándose al suelo o quedando a merced de las balas, como su madrastra, a quien un avión blanquirrojo le traspasó la humanidad “endelante de todos sus parientes; entonces la cogimos, la envolvimos en una sábana blanca y la llevamos en una canoa hasta Puná, donde se la enterró. Allá quedó la pobrecita, sin cruz ni nada, pero para qué le digo, toda la gente nos ayudó...”.
Mientras duró la guerra, dice, debieron permanecer en las islas desiertas, escondidos en las montañas, recibiendo cada sábado una lancha con víveres que mandaban las autoridades para que no se mueran.

Pese a que no había cómo pescar ni faenar, cuando no le tocaba hacer guardia en San Gregorio, él se daba sus escapadas para ir a coger unas cuantas conchas o camarones. Cuando llegaban los aviones o los barcos peruanos al archipiélago, nuevamente buscaba las montañas.

Así los manglares se tiñeron de rojo y los cholos perdieron todo; tanto perdieron que hasta el mar, con sus olas irrespetuosas, se fue llevando la isla donde vivían. Todo se perdió en San Gregorio, en Payana, en Costa Rica, desde los animales hasta los sembríos, desde los hijos hasta los padres, desde las casas hasta las ilusiones.

Fue allí cuando se afincó en Puerto Hualtaco, frente a frente con el manglar peruano que antes había sido ecuatoriano, dispuesto a retomar las faenas madrugadoras, recoger las conchas mientras chillan y formar una familia de nuevo.

El viento de la tarde, saturado de polvo y destellos solares, recoge de entre la gente de afuera y de adentro -casi todos parientes- el gesto agradecido por ese hombre que, alguna vez, entre ataques arteros y oleajes históricos, se hizo al manglar en busca del sustento diario y que hoy, arrinconado por la vejez, amenaza irse con la última marea...

Jorge Ampuero

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