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Detrás de las muertes de mujeres dentro de sus hogares se esconden asesinatos por odio, celos y dependencia. Esos crímenes continúan invisibilizados y enmascarados en accidentes, homicidios culposos o suicidios por lo que grupos activistas buscan cambios
La puñalada entró por el costado izquierdo del pecho, perforó las costillas, un pulmón y terminó en el corazón.
María Farinango, de 33 años se arrastró unos 5 metros desde la cocina hasta la habitación, donde alcanzó a recostarse bocabajo sobre la cama. En medio de la oscuridad, hubo una corta agonía, mientras exhalaba las últimas bocanadas de aire y la sangre inundaba sus pulmones.
En ese momento, unas pequeñas manos se acercaron sigilosas y la tocaron. María no pudo abrir los ojos, solo se quejó e intentó moverse, pero al escuchar la tierna voz de su hija que le decía: “Mami soy Sara”, se tranquilizó.
En un desesperado intento por cobijarla y protegerla, Sara, de 14 años, colocó su mano sobre la herida, mientras con la otra le cubrió el cuerpo con una batona que halló cerca. Así reconfortó los últimos momentos de vida de su madre, quien apenas alcanzó a acariciarle la mejilla dejando una pequeña huella de sangre en su rostro.
Era el 18 de junio de 2012, a las 03:00. Sara se encontraba durmiendo junto con su hermana Camila, de 7 años, y una pelea interrumpió su sueño, cuando se levantó, su padre César Pacheco le dio una bofetada y la amenazó con seguir golpeándola si no regresaba a su cuarto.
Dos horas después, fueron los gritos de su madre los que la volvieron a incomodar, pero en segundos el silencio se apoderó del lugar.
A tientas en la oscuridad, dio algunos pasos hasta llegar a la cocina, la luz de un foco lejano alumbró un rastro de sangre que se extendía por el suelo llegando hasta la habitación en donde encontró a su madre.
Esta es una de las historias que a diario se repiten en el país.
César y María se conocieron a los 14 años de edad y desde ese momento no se separaron, vivieron juntos casi por 20 años, tuvieron 2 hijas, Sara y Camila. Ella era ama de casa y César manejaba un taxi que le prestaba su suegro.
La noche anterior a la muerte, festejaron el Día del Padre en la casa de la familia de María.
César había llegado con una botella de licor, pero a los pocos minutos ambos entraron a su vivienda, en el segundo piso de la misma edificación, en el barrio La Quintana, al norte de Quito.
En la madrugada, varios vecinos escucharon los gritos, pero no le dieron importancia, pues -como luego relatarían ante el juez- era cosa de todos los días.
Antes del amanecer, la puerta de uno de sus vecinos, Segundo Peralta, fue golpeada por Sara, ella les avisó que su madre estaba muerta. En segundos, los padres de María y el resto de sus vecinos rodearon el cuerpo sin vida de la mujer, y junto a él, encontraron el cuchillo que César había utilizado para asestarle la puñalada fatal.
El llanto silencioso de Sara lo decía todo, la última imagen que guardará es la de su madre agonizando, mientras su padre huía.
Momentos después, César llamó a su vecino Segundo, sabía que había herido a su conviviente, pero no que estaba muerta. Junto con los padres de César acordaron que se entregue a las autoridades.
Cinco meses después del asesinato, César llegó esposado hasta el estrado del 2º Tribunal de Garantías Penales de Pichincha para ser juzgado.
La mitad de un difuso tatuaje en su brazo izquierdo sobresalía por el borde de la camiseta que llevaba puesto. Con la mirada perdida, se sentó frente a los padres de María.
Durante la audiencia, la defensa argumentó que los problemas de abuso de drogas y alcohol de César lo sumergieron en un desequilibrio mental, razón por la que cometió el crimen.
La parte acusadora, en cambio, presentó un registro de constantes agresiones, producto de la violencia intrafamiliar del que eran víctimas María y sus dos hijas.
El historial médico de César comenzó en 1999, cuando acudió al psiquiatra Fidel Camino, quien observó en él cambios de comportamiento y rasgos de trastornos. Algunas veces presentaba delirio y desorientación. Se le recetó medicación para controlar la necesidad de consumir sustancias.
Vecinos y amigos de la pareja dieron sus testimonios, todos coincidieron en el cuadro de violencia doméstica en el que vivían. Ellos afirmaron conocer las adicciones del acusado.
En el juicio, una de las testigos indicó que César obligaba a María a acompañarlo todos los días a trabajar, incluso contra su voluntad, pues Camila, la menor de sus hijas, tiene un 80% de discapacidad.
La familia de María y César debió escuchar relatos de violencia por varias horas. Y mientras se leía el testimonio de Sara, sus abuelos se enteraron de que César había intentado abusar sexualmente de su hija.
El día del crimen, Sara se lo había confesado a su madre.
A pesar de admitir que hirió a su esposa y haberse entregado, durante su testimonio César fingió demencia.
Frente a las preguntas de cuál era su nombre, cuántos hijos tenía, o en qué trabaja, el acusado manifestó desorientación y no respondió ningún cuestionamiento de la parte acusadora.
Un año atrás, en otro lado de la ciudad, un padre pasaba por los mismos momentos, una voz al otro lado del teléfono le dijo: “Señor, encontramos a su hija muerta, necesitamos que venga”.
Jordán Pasquel era padre de Adriana Pasquel, cuyo cuerpo desnudo permaneció dos días sobre la cama en el interior de su casa, en la parroquia El Quinche, antes de que la Policía lo encontrara.
A las 19:00 del 21 de octubre de 2011, Adriana murió por asfixia a causa de estrangulamiento, las huellas de las manos de su esposo, José David López Rodríguez, de 22 años, quedaron marcadas en su cuello.
La última vez que vieron con vida a Adriana, José la estaba arrastrando del cabello mientras le pegaba.
Luego de pasar 48 horas con el cadáver de su esposa e intentar suicidarse al cortarse la piel en los brazos y muñecas, David salió de su casa y avisó a la Policía lo que había hecho, guiándolos hasta el cuerpo.
En el suelo quedó una carta de 13 líneas, en las que intentó aparentar una muerte compartida y terminaba con la frase: “Es mejor así”.
Durante su juicio, la defensa argumentó que un examen psiquiátrico determinó que David escuchaba voces que lo alentaban a matar y le diagnosticaron depresión grave.
Un estudio realizado por el Consejo Nacional de Mujeres junto con organizaciones por los derechos de las mujeres, establece la necesaria diferencia de establecer un análisis de los comportamientos que se observan en homicidios y asesinatos de acuerdo al género, puesto que la situación de extrema violencia sobre las mujeres no distingue condición social, edad ni estado civil.
Por otro lado, cifras presentadas en mayo pasado por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) revelan que el 84,9% de las más de 3,6 millones de madres en Ecuador sufre algún tipo de violencia de género. El estudio señaló que el nivel de violencia es de 25% cuando una mujer no tiene hijos, pero con el primer bebé el porcentaje se incrementa al 45%.
Más de 2,7 millones de madres son víctimas de algún tipo de violencia en Ecuador: el 59% psicológica, el 44% física, el 42% patrimonial y el 27% sexual.
Fuente: EL TELÈGRAFO*
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