miércoles, 19 de marzo de 2014

EL SUIZO QUE SALVÓ EL PATRIMONIO DE ECUADOR

***SNN






El comerciante Suizo Max Konanz recorrió el Ecuador a principios del siglo XX. Sus crónicas acaban de publicarse en un libro.



En 2010 volví a Quito luego de varios años en el exterior y en la bodega de la casa abrí un baúl con documentos relativos a mi abuelo, Max Konanz. 



Allí estaban las crónicas que escribió sobre su vida en Suiza, en Francia, Inglaterra y, sobre todo, de los viajes que hizo en Ecuador. Esos relatos, que se acaban de publicar en el libro ‘Senderos del Equinoccio’, se los dictó a su nuera Evelina Serrano, un año antes de morir.



Las crónicas me dieron un panorama de su vida desde que nació en San Galo, Suiza; quedó huérfano a los 3 años, fue criado por un severo padrastro, fue a la escuela, al servicio premilitar, se formó en una empresa mientras estudiaba Comercio y Contabilidad, visitó museos y escaló todos los fines de semana los Alpes.



Durante tres años trabajó en París en la empresa Oberteuffer Müller y Cia., dedicada al comercio, importación y exportación y con una empresa asociada en Guayaquil. Le propusieron que se trasladara a Ecuador para laborar como agente viajero, y aceptó luego de ir a Inglaterra para perfeccionar su inglés.



Poco antes de viajar, en un partido de hockey en Londonderry, recibió un palazo que le rompió parte de su dentadura. En Nueva York, donde hacía trasbordo de buque, un dentista le puso seis dientes de oro que, según relata, “eran la última moda neoyorquina pero no gustaron nada en Guayaquil”.



El abuelo llegó al país en 1912 en compañía Max Müller, y casi cae fulminado por la peste bubónica, que en aquella época estaba matando a muchas personas en el Puerto Principal. Cuando se recuperó comenzó a viajar en mula con textiles, herramientas y muestrarios de maquinaria y relojes. La empresa también exportaba cacao, tagua y sombreros.



Cuenta que entonces “no se usaban billetes de banco y el único dinero que circulaba eran las monedas de plata: sucres ecuatorianos, soles peruanos o escudos chilenos, pesos colombianos, además de libras esterlinas de oro. En un viaje cobré 20 sucres en plata, que pesaban unos 13 quintales”.



Los viajes se hacían en difíciles condiciones, cuando apenas había caminos carrozables. Se afrontaban inundaciones, lodazales, bandidos o situaciones curiosas, como aquella en el páramo del Buerán (Cañar), cuando encontró un circo “que incluía elefante, camello, oso y dos cebras”; relata que su caballo se asustó y lo llevó “a todo galope por los cerros”.



Conoció a la cuencana Lola Muñoz en un almuerzo, en 1925. Se enamoró intensamente y una semana después pidió su mano a los padres, que estaban desconcertados por tan rápido y decisivo movimiento. Tras pedir referencias del suizo, dieron su consentimiento.



A los tres meses se casaban en Cuenca, pero como él era protestante swingliniano, el obispo le obligó a asistir a la boda desde fuera de la iglesia, mientras un amigo lo representó en el altar con un poder. De esa unión nacieron Max y Martha, mi tío radicado en Guayaquil y mi madre, en Quito.



Desde que inició sus viajes en Ecuador, el abuelo se fue interesando por su gente, su historia y su cultura. Allí le nació su pasión por la arqueología y formó una importante colección que incluía el mascarón de oro con ojos y dientes de platino, ocarinas de oro, narigueras de jade, orejeras de oro y platino, entre otras obras destacadas, que formaron el núcleo inicial del Museo Arqueológico del Banco Central del Ecuador.



Suyo fue el ‘Sol de Oro’, que se convirtió en logotipo del Banco Central, pieza emblemática de la arqueología ecuatoriana, que diversas opiniones atribuyen a La Tolita, a Sígsig y a la cultura Jama-Coaque. Cuenta que fue encontrado en Mongoya, cerca de los cerros de Convento, en Manabí, y que se lo entregó el gerente de la Casa Tagua, de Bahía de Caráquez.



La investigadora Constanza di Capua relató que el Sol estaba hecho un “ovillo de laminitas de oro que Max y Lola Konanz desenredaron” con mucha paciencia.



Su gran mérito fue salvar del expolio, la destrucción o la fuga al exterior a obras que en aquel entonces no eran apreciadas ni valoradas. Apenas había interés por la arqueología, al punto que las creaciones prehispánicas auríferas eran fundidas por el Estado para respaldar el patrón oro para la emisión de moneda.



En 1944 publicó ‘El arte entre los aborígenes de la provincia de Manabí’, en el que dibujó más de cien figuras contenidas en mullos. Durante años hizo un gran número de ilustraciones a partir de piezas precolombinas. Pintó varias de ellas en las paredes de la hacienda San Galo, en Cañar, donde tuvo su museo.



Las crónicas relatan cómo eran el Ecuador y su gente a principios del siglo pasado: los viajes, los primeros automóviles que llegaban al país; los vuelos comerciales que se iniciaban en la Costa con hidroaviones alemanes; los traslados en los buques de la Pacific Steam Navigation Co., o en veleros, cuando en muchos puertos no había muelles y los jóvenes cargadores bajaban a los pasajeros a hombros, “con evidente preferencia por las mujeres”.



Max Konanz fue un descubridor, viajero incesante, proclive a cultivar la amistad, riguroso en el trabajo y bohemio en sus horas libres, pues confiesa que “para los agentes viajeros y los visitantes eran tiempos muy alegres”. Fue una persona que exploró, amó y vivió in­tensamente. Me alegra haber publicado por fin sus memorias de viaje.


Leonardo Escobar Konanz

Actualmente
el ‘Sol de La Tolita’ es todo un símbolo nacional. Max Konanz fue quien lo rescató.




Fuente: EL COMERCIO



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