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En el coro alto. Allí, las hermanas rezan en la madrugada, al mediodía y en la noche, junto a la imagen de la Virgen del Buen Suceso
Los cuerpos de las cuatro fundadoras de la orden de la Inmaculada Concepción en Quito permanecen en una urna de vidrio, al pie de la imagen de la Virgen del Carmen, en una pequeña capilla, en el convento de la Chile y García Moreno. Los cadáveres visten el hábito de la congregación: un vestido blanco, símbolo de pureza; un manto azul, como el de la Virgen María; y una profesa negra, velo que cubre la cabeza.
Uno de los cuerpos es de María de Jesús Torres (falleció en enero de 1 635). En los amplios corredores del monasterio se comenta mucho sobre la historia de esta religiosa. Allá, por 1610, mientras oraba, se le apareció la Virgen del Buen Suceso, le pidió que le midiera la estatura y que ordenara hacer una escultura en su honor.
Inés María del Sagrario, abadesa del convento, está convencida de que la historia de María de Jesús está rodeada de milagros. Ella da fe de uno. Hace unos 18 años, le detectaron un acelerado desgaste de un cartílago a la altura del maxilar. Los dolores eran insoportables y cuando abría mucho la boca su cara se desencajaba.
Una mañana, después de orar, se arrodilló frente al cadáver, levantó el velo y puso su mano en el lado derecho del rostro de la difunta, mientras pedía que la curase. “Ella estaba helada y yo sentía su bondad”. Desde entonces, no ha vuelto a sentir los dolores.
En la planta baja del convento, el piso es de piedra tallada y el tumbado está sostenido con vigas de madera bien cuidadas. Hay cuatro patios.
En el más pequeño y despejado, las 19 monjas juegan fútbol en los recreos. En otro están sembradas las plantas medicinales y frutos que utilizan para preparar las cremas y los jarabes. El tercero es un jardín, donde resplandecen las rosas rojas, blancas y rosadas.
En el centro del cuarto patio está empotrada una cruz de piedra. Es el símbolo que recuerda al primer monasterio del Ecuador de vida contemplativa de mujeres, que se abrió el 13 de enero de 1577. A pesar del sol, allí corre un viento frío, hay un intenso aroma a plantas medicinales y a pan, y parecería que se vive en otra ciudad, alejada del ruido de los vehículos y del trajín de las personas.
En un cuarto del segundo piso se guarda celosamente uno de los tesoros del convento. Es el águila bicéfala, de autor anónimo, tallada en madera. Tiene sus alas unidas cubriendo el pecho. Hay que zafar una aldaba para abrirlas y aparece otra escultura, la de la Virgen del Apocalipsis. La obra de arte está sobre una mesa y se la atribuye a la Escuela Quiteña.
A lo largo del holgado corredor del segundo piso cuelgan en la pared cuadros que representan la pasión y muerte de Cristo.
Frente a las imágenes, durante la Cuaresma, las monjas oran arrodilladas y recrean el Vía Crucis. En uno de los costados, al abrir las puertas nuevas de madera, se observa una miniclínica. Ahí, las enfermeras, de la misma orden religiosa, cuidan a las internas que están a punto de morir.
Mientras se recorre por el monasterio, el agradable aroma a pan y pasteles es más fuerte. La panadería es otro de los oficios de las religiosas. El jueves, la Hermana Gloria de María preparaba una torra de vainilla, rellena con dulce de babaco y cubierta con crema. También alistaba la masa para las galletas. Ella es la especialista en estas labores.
Cerca de allí y atravesando un corto túnel, sostenido por vigas de cedro, se llega a la tienda. En pequeñas canastillas de plástico, la Hermana María Soledad acomodaba los jarabes, las cremas y el jabón, que ella misma elabora. Son remedios para cuidar el cutis, para combatir la artritis, para prevenir la calvicie, etc.
El 17 de septiembre se cumplen 500 años de la aprobación de la Regla de la Orden. Para la celebración, las monjas decidieron hacer algo diferente a lo que han hecho durante sus años de encierro. Grabaron un disco con cánticos y alabanzas a María, con la dirección del maestro Claudio Jácome. La Abadesa dice que es otro milagro de María de Jesús.
Fuente: EL COMERCIO*
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