domingo, 9 de octubre de 2011

La noche de los internos

***SNN





Hospital Eugenio Espejo


28 horas seguidas en un ambiente marcado por el dolor, pero también por la esperanza; por la convicción de que uno sabe cómo curar. Los internos de las salas de Emergencias y las imágenes de un entrenamiento extremo.


Es más de media noche. El frío cala en los huesos y una decena de personas deambulan con pasos cortos, miradas perdidas y conversaciones silenciosas frente a la puerta de Emergencias del Hospital Eugenio Espejo, de Quito.


Ya en la sala, un calor triste entumece mis manos y comprime mi pecho mientras varios médicos van de camilla en camilla diagnosticando, recetando y en otros casos consolando a los pacientes y familiares. Gabriela Zapata es una de los médicos residentes que esta noche realiza su turno en emergencia.


Con cálida voz anuncia a una paciente el procedimiento que se le va a realizar, lo que llama mi atención e invita a conversar con ella. Gabriela es estudiante de posgrado de medicina de la Universidad Católica, y cada 2 meses rota en los hospitales públicos y privados de la capital.


“Los primeros años son los más complicados, poco a poco muchos compañeros van desertando, se van dando cuenta de que no es lo suyo, mientras que los que vamos quedando llegamos a ser internos de los diferentes hospitales”.


La sala se encuentra abarrotada de gente y comienzo a sentirme incómodo para conversar; le pregunto a mi entrevistada si hay un lugar más tranquilo para poder retomar el hilo de la plática, a lo que asiente invitándome a la residencia.


Caminamos por las entrañas de la colosal construcción, pasillos oscuros y húmedos donde solo el eco de nuestros pasos acompañan el diálogo. “Lo más duro es el trato con la gente, cada persona que ingresa tiene su dolencia y cada dolencia es importante, pero hay unas más graves que otras y la atención es prioritaria para las personas con mayor riesgo.


Esto limita la capacidad de acción del personal, lo que molesta a los usuarios menos delicados ya que serán atendidos tarde y los comentarios no se hacen esperar, por eso hay gritos y hasta agresiones físicas”. Nos detenemos frente a una puerta y continúa contando como si por primera vez hablara de esto con otra persona.


“Muchos pacientes son visitantes frecuentes del Eugenio Espejo, ya que su vida gira en un círculo de violencia, alcohol y delitos que los conduce hasta aquí; se los atiende como a todos y siempre regresan... es como si no les importara su vida”.


Ya son más de las dos de la mañana y Gabriela abre la puerta de aquel pasillo oscuro del hospital. Frente a mí se revela la residencia médica donde rebosa la vida. Varios internos hablan sobre suturas y operaciones, mientras otros buscan lugares más silencioso para descansar.


Gabriela me cuenta que el trabajo del interno es duro: turnos de 28 horas seguidas desgastan a cualquiera y la residencia es el lugar donde conviven y encuentran un espacio para reposar de la agotadora labor. Una hora para dormir y unas galletas compradas en el kiosco de la puerta darán las fuerzas para el resto de la noche.


Ahora tres médicos residentes, un tratante, tres internos, un médico en triaje (que es quien clasifica a los enfermos), seis enfermeras, personal de limpieza y guardias que trabajan en el área de emergencia, entre decenas de pacientes y familiares, hacen que mientras pasen las horas me vaya acostumbrando a aquel dolor que flota en el ambiente y de alguna manera también me sienta parte de ese lugar. Me muevo haciendo fotografías; casi soy invisible.


Son casi las cuatro de la mañana, y 28 personas han sido atendidas desde las 20:00... Hoy es un día tranquilo, aparentemente. Un repentino grito seguido se sollozos me regresan de nuevo a la realidad: una persona falleció y su familia sufre su pérdida. De repente, la sala se queda en silencio, a excepción de los respiradores artificiales... con mi mirada busco a Gabriela, quien tiene los ojos cerrados y una mueca de tristeza contenida que dura unos pocos segundos; luego abre los ojos y continúa con su trabajo.


Fuente: EL TELÉGRAFO

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