Las 06:30 de la mañana no es una hora cualquiera en la esquina de la calle Artigas y en las rieles del tren de la línea Sarmiento, en el barrio de Flores, en Buenos Aires.
Allí queda todavía la sombra del trágico accidente del 13 de septiembre pasado entre dos formaciones de tren y un bus, con 11 muertos y 228 heridos.
Los primeros días después del accidente era perceptible la sensación de vacío que deja la negligencia que produce el horror.
Aún a la espera de los resultados del peritaje, las imágenes de las cámaras de seguridad revelan que el chofer del bus no redujo la velocidad, cuando se dirigía contra una barrera que se encontraba a 45 grados de inclinación.
Sea cual fuere el resultado de la investigación, las responsabilidades son compartidas: supuesta imprudencia del chofer y un sistema ferroviario decadente que se expresa a plenitud y diariamente en la línea Sarmiento, que une la capital con el oeste del Gran Buenos Aires.
El viaje es una apuesta
“A veces a mí también me dan ganas de quemar el Sarmiento”, dice un joven que hacía fila para comprar las entradas para el concierto de Pearl Jam. Tiene que ir a Buenos Aires todos los días desde Padua para estudiar en la universidad y “casi nunca llego a tiempo. Siempre hay algún problema”.
El Sarmiento es, junto al Roca (al sur), el tren que más sufre incidentes por la furia de usuarios que queman los vagones o destrozan las instalaciones por el pésimo servicio (largas demoras injustificadas o paralizaciones frecuentes de servicio).
Ahora la justicia investiga si no se deben a conflictos internos de los poderosos sindicatos.
Con 154 años de vida, se lo conocía como Ferrocarril Oeste; ahora, en manos privadas, Trenes de Buenos Aires (TBA) recibe un subsidio diario USD 1,2 millones, para que el pasajero pague solo USD 0,25 de promedio.
Los trenes de Buenos Aires carecen de ese romanticismo nostálgico de un sistema de transporte que tuvo varias décadas de esplendor, hasta que comenzó su crisis con las concesiones a las empresas privadas.
Ahora, viajar en él es una apuesta en la que las variables entran en juego: la seguridad, la comodidad, el respeto al pasajero, la puntualidad, la higiene y un largo etcétera.
Las instalaciones son sucias, los vagones están en mal estado. No hay ventanas en el invierno ni ventilación en verano.
Las puertas no siempre se cierran y es una lotería encontrar sillas en buen estado.
“No saques la cámara porque te la afanan (roban)”, advierte Ricardo Lovera, quien acompañó a EL COMERCIO en uno de los cinco viajes que realizó para esta crónica.
Muchos dirán “no pasa nada”, pero lo cierto es que en el tren se siente como en tierra de nadie.
Los pungas o carteristas
Durante el viaje, los pasajeros fingen tranquilidad, pero están atentos a sus bolsos, que lo cubren con sus brazos. Con los ojos bien abiertos, nadie mira detenidamente a nadie, pero están vigilantes, sobre todo en las hora pico.
Ahí comienza el suplicio verdadero.
El aire falta y todos están tan apretados que es literalmente imposible moverse. Ni siquiera hace falta sostenerse del tubo: es imposible que alguien se caiga.
Es la hora para los pungas (carteristas), que se aprovechan de la multitud para sus fechorías.
Se pueden ver cosas insólitas.
Un hombre, que medía más de 1,85 y masa muscular intimidante, tenía la mano en la ventana. Cuando comenzó la marcha, desde el andén un hombre quiso arrebatarle el reloj. Rápido de reflejos, le agarró la mano.
El carterista comenzaba a pedir piedad mientras corría desesperado a la par que el tren aumentaba su velocidad. Desde adentro, los demás gritaban “pará, flaco, ya está, soltalo, ya aprendió”.
El hombre no lo soltó hasta que estuvo muy cerca a la pared final de la estación.
Nadie molesta al del lado
Hay una excepción en la que paradójicamente se puede sentir absoluta seguridad aunque a la mayoría le dé temor: el furgón. Fue destinado originalmente para aquellos que viajan con bicicletas, pero ahora es difícil encontrar una palabra que lo defina.
Va gente de todo tipo, trabajadores, obreros y ejecutivos con trajes impecables.
Es el lugar en donde está permitido fumar de todo. Pero hay una cosa fundamental: nadie molesta al de al lado.
“Te matan si se te ocurre robar en el furgón”, cuenta Lovera. “Son los códigos, nadie jode a nadie”.
Las cosas que pasan en ese vagón pueden ser alucinantes.
Un hombre de unos 30 años y que vestía y lucía como deportista entró al furgón en la estación Castelar.
Apenas comenzó a moverse, cayó desmayado. “Abran paso, déjenle aire”, se solidarizaban. En 20 segundos se reincorporó.
Las bromas comenzaron .
“¡Lindo aroma, nene!”, “¿Qué aroma de flor te desmayó?”. Se bajó en la siguiente estación y el olor a marihuana se mantenía inalterable.
A quienes sí molestan es a las mujeres jóvenes. “Eh, rubia, vení para acá”, “eh, petisita (chiquita), ¿y si me regresás a ver?” .
Es que, al menos en el Sarmiento, viajan alrededor de 400 000 personas diariamente.
Fuente:EL COMERCIO*
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