domingo, 21 de agosto de 2011

Papá Roncón, el músico que nació del río

***SNN



BORBÓN, (Esmeraldas).- “Roncadooor, roncadooor”, gritaba el pequeño Guillermo Ayoví Erazo.


Con esa frase y con canasto en mano, el muchacho recorría las calles empinadas de Borbón, su pueblo natal, ubicado en el norte de Esmeraldas.


Vendía el producto que su padre sacaba del río: una especie de pez llamada guacuco o roncador. La gente se acostumbró a verlo pasar a diario y a ese grito melodioso, que era casi un canto, que llegaba a las casas, en las que ingresaba esa voz que el tiempo tornó grave y que ahora lo identifica.


Luego, los borboneños ya no lo llamaban por su nombre, sino Roncador. Y otros, simplemente Roncón, lo que a Guillermo le disgustaba mucho. Tanto, que hasta dejaba el canasto con pescados a un lado y empezaba a darse de puños.


Espigado y vivaz, de piel negra y prodigiosa memoria, Roncón, cuyo apodo le llegó del río, hacía una diversidad de oficios. Su padre, que tenía dos hogares, lo llevó a vivir un día con su otra familia, en un sitio donde estaban mezclados los mulatos y los cayapas.


Él se bañaba junto con los niños de esa etnia y ellos le enseñaron a tocar la marimba y a hablar la lengua cayapa. Así, Roncón fue creciendo y llenándose de saberes. De esos que no se hallan en los libros y que se aprenden con las vivencias.


Ya adulto, trabajó en el muelle, en una cuadrilla, cuyo capataz era un viejito llamado Luis Perlaza, a quien le decían Papá Lucho. Y cuando este murió, él lo reemplazó. “Entonces empezaron a decirme Papá Roncón. Ahí sí me gustó”, señala ahora, entre risas, Guillermo Ayoví, de 80 años, y recién galardonado con el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo, por su trabajo de preservación de la cultura afroecuatoriana.


Lo comenta en su modesta casa en Borbón, un poblado que se levanta al pie de la confluencia de los ríos Santiago y Cayapas, de unas cuantas calles adoquinadas y la mayoría todavía de tierra, donde Papá Roncón reside con su esposa, Grimalda, con la que lleva unido más de 50 años y con quien procreó diez hijos, todos profesionales, según cuenta con orgullo, y que le han dado 20 nietos y varios bisnietos. La menor de sus hijas es la teniente política del pueblo.

En su casa, en cuya planta baja funciona la fundación que lleva su nombre y donde comparte sus saberes con los niños y jóvenes del lugar, hay tambores, cununos, guasá, palos de lluvia y marimbas, instrumentos que Papá Roncón sabe construir y tocar y que le han permitido viajar a países como Alemania, Japón y muchos otros, y ser embajador de la cultura afrocuatoriana.


Es narrador oral, músico y cantante. Y también poeta. Ha escrito versos como los dedicados a dos íconos de la cultura negra: el poeta Nelson Estupiñán y la cantante Celia Cruz.


Recientemente grabó con la cantante peruana Susana Baca, ministra de Cultura de Perú, el disco De la misma sangre, presentado con un concierto en Lima durante la Feria del Libro, a la que Papá Roncón acudió, y en Esmeraldas y Quito.


De ella dice no haber oído ni siquiera su nombre, hasta que un día la artista fue a buscarlo a su casa. Se conocieron, cantaron, se acoplaron. El resultado fue un CD y una gran amistad. “Susanita canta bien y se defiende muy bien en el escenario”, dice.


Guardián ya jubilado del Consejo Provincial de Esmeraldas, Papá Roncón comenta que antes en Borbón los festejos patronales se hacían con marimba, bombos, guasá y maracas, y había un señor llamado Pancho Cuero que cada año los tocaba. Pero un día falleció y no había quién lo hiciera. Y alguien dijo: que los toque Roncón. “Yo me engrandecí y cada año, cuando venían las fiestas, yo las dirigía”, rememora.


Luego le dieron una sala para ensayar y armó un grupo, con el cual empezó a realizar presentaciones. Así nació La Catanga, nombre que tomó de un objeto que es una trampa para capturar peces. Preparó gente, enseñó a bailar y a tocar y construir instrumentos.


El grupo permaneció por varios años, hasta que los muchachos comenzaron a crecer y a casarse. Ahora ya son padres de familia, incluso abuelos, y algunos de ellos formaron sus propios grupos, lo que a Papá Roncón lo llena de orgullo. “Pero este fue el origen, esta fue la raíz”, explica con voz portentosa este hombre, que escucha atentamente a su interlocutor y a cada interrogante, dice: “muy buena pregunta. Ahora trataré de encontrarle respuesta”.


En la actualidad Papá Roncón no tiene grupo, pero aún realiza presentaciones. Llama a músicos amigos para que lo acompañen, entre otros a la esmeraldeña Rosa Wila. Él sigue fiel a la marimba, porque la música que emerge de ella, anota, es un patrimonio que los negros llevan en la sangre. “Cuando los negros vivían atados de pata y mano, fue la marimba la que los liberó.


Con la marimba fue que el negro se le rebeló al amo y fueron libres”, narra Papá Roncón, quien asegura haber descubierto todos los secretos de este instrumento. La afinación, anota, la aprendió de oído y experimentando. “Ramón, un chachi, me enseñó a construir marimba, y ahora cuando llega aquí me dice: usted es mi maestro”.


Nacido el 10 de noviembre de 1930 y próximo a sus 81 años, a Papá Roncón le duelen las piernas. Ha perdido un poco la agilidad, pero se enorgullece de no tener arrugas. Y cada vez que le preguntan el secreto, responde: “Para ser un buen viejo, se debió haber sido un buen joven”, lo cual significa, según él, nada de vicios ni de malos hábitos. Pero, sobre todo, vivir alegre, porque la vida es como una gran pieza musical.


Papá Roncón enseña sus saberes porque no quiere llevarse nada


BORBÓN, Esmeraldas. Papá Roncón mientras imparte una clase de baile a las jóvenes que asisten a su fundación.


En los bajos de la casa de Papá Roncón, en Borbón, está la fundación que lleva su nombre, un espacio que ideó para enseñar sus conocimientos a los niños y jóvenes del pueblo. La institución la dirige y coordina uno de los hijos, Jorge Elías Ayoví, y la contadora es Mirtan Ortiz Díaz, una de sus nueras. Ella explica que esta es una entidad sin fines de lucro, que tiene como objetivos enseñar música, danza y elaboración de instrumentos.


Las clases, que son gratuitas, las dictan un instructor y Papá Roncón. “Vamos a bailar en la misma tabla”, dice el músico a las jóvenes, enfundadas en largas polleras, cuando se dispersan por la sala de piso de cemento. Les cuenta que antes se bailaba en pisos de tabla, así los espacios quedaban delimitados y servían de marco. Les habla, asimismo, de canciones y ritmos, como el Agua, Caramba y Torbellino, que poco se las escucha ya, les dice, porque se ha impuesto el reggaetón.


“Agua era una pieza que inventaron las mujeres, mientras lavaban”, les cuenta. Luego las muchachas siguen danzando, con pies descalzos, bajo la mirada del profesor, hasta que la clase termina. “Mañana les seguiré diciendo otras cositas”, les dice Papá Roncón. Ellas se despojan de las polleras y vuelven a sus bluyines y sandalias. Es martes de tarde y el sol empieza a morir.


Papá Roncón manifiesta que lo primero que debe hacer alguien que quiera tocar marimba es afinar el oído, y sostiene que él sabe cómo lograrlo. “Hay que tener formas de enseñar y tener paciencia”, comenta este hombre, quien cuenta que cada día se despierta en la madrugada. A las cuatro o cinco de la mañana va hasta su hamaca, ubicada en la planta baja de la vivienda y se acuesta a mirar la marimba. Es su forma de inspirarse, de pensar y de componer. “Los tonos están ahí y he descubierto todos los secretos de la afinación.


Por eso tengo esta escuela, para todo este legado dejarlo a las nuevas generaciones, porque allá arriba (señala hacia el cielo), qué voy a hacer con la marimba. Esto tiene que quedarse para los que vienen”. Su idea es que no se pierda la tradición y cuando él ya no esté, otros que lo reemplacen. Le apena que el legado de sus mayores se hunda en el olvido.


Él elabora la marimba con caña y chonta, un material incorruptible, asegura. Y ha ideado, además, el palo de lluvia: una caña larga, a la que le pone en el interior tiras de chonta y semillas de achira. Al moverla, produce un sonido muy similar a la lluvia. “Esto sirve para efecto de la música, porque no tiene un tono”, explica. Relata que un amigo suyo tenía un pequeño instrumento de estos y cuando lo vio, él decidió probar hacer uno grande.


Papá Roncón dice que a pesar de vivir en un pueblo remoto su nombre es conocido. “Y pensar que al principio quise sacármelo y con el tiempo me ha dado renombre”, refiere. Algo similar afirma de La Catanga, que fundó sin pretensión alguna. “Nunca pensé que con este grupo iba a llegar a este estatus. Lo hice solo para molestar, pero cuando vinieron las invitaciones, la cosa se puso seria”, relata.


A lo largo de los años, ha hecho amigos que lo han ayudado a difundir su música o lo han convidado a tocar en diversos países de Europa y de América. El reciente reconocimiento le llegó con el Premio Espejo. Cuando reciba el monto del galardón (10.000 dólares) planea atenderse la salud y realizar mejoras en su casa. “Pero todo con tino”, dice.

Por: Clara Medina | EL UNIVERSO*


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