martes, 7 de junio de 2011

El cambio de guardia en carondelet

***SNN


EXPRESO | Roberto Aguilar

En la plaza grande. El capitán de la guardia entrante toma la posta tras un breve juramento que el público aplaude con entusiasmo. Foto: Carlos Silva/Expreso


La tradición que inventó Correa para salir al balcón
Cada lunes, los granaderos de Tarqui que guardan las puertas de Carondelet protagonizan un montaje del que nunca habían formado parte y que encierra reveladores símbolos de la Revolución Ciudadana.


El poder se complace en los ritos. Y si no los tiene, los inventa. Así lo hizo Rafael Correa: el ritual de cambio de guardia en Carondelet, que se escenifica cada lunes, desde hace no más de tres años, es una “tradición inventada” en toda regla y un muestrario de algunas de las preocupaciones políticas del gobierno de la Revolución Ciudadana.


El acto de solemnidad castrense que el jefe de Estado preside desde el balcón del palacio con estudiada seriedad, tiene como protagonistas a los famosos granaderos de Tarqui, con sus uniformes del siglo XIX pero cuya presencia en Carondelet es otra tradición inventada, esta vez por el liberalismo. El escenario: el histórico cuadrángulo de la Plaza Grande capitalina, cerrado con una hora de anticipación por sus costados, con un despliegue policial digno de mejor causa.


Frente al palacio, sobre la calle García Moreno, se emplazan algo más de 300 sillas para un público normalmente conformado por adolescentes de colegios fiscales invitados. Esta semana, al auditorio colegial se sumaron las diez candidatas a reina de Santo Domingo de los Tsáchilas, que hurtaron más de una mirada furtiva de los gallardos pero desconcentrados granaderos y permanecieron ahí, sentadas con coquetería para los fotógrafos, hasta pasado un buen rato después de terminada la ceremonia.


Al otro lado de la calle, esto es sobre las jardineras de la plaza reducidas a tierra luego de tres años de cambios de guardia, se agolpan los curiosos, transeúntes, turistas y gente venida en buses para apoyar al presidente. Muchos están ahí con la única expectativa de verlo y tratan de llamar su atención con vivas y aplausos.


La ceremonia empieza con puntualidad británica y dura poco menos de media hora. Consiste en una compleja coreografía de granaderos, armados con sables o lanzas coronadas por cintas tricolores -incluidos diez caballeros a lomos de enjaezados corceles- que salen de Carondelet para evolucionar vistosamente sobre la calzada y en torno al monumento a los héroes del 10 de Agosto, que nunca vieron nada parecido. En los altavoces de palacio se escucha la voz de mando: “Granaderos: ¡giro a la iz… quier! ¡Vista al… fren!”. Sobre la vereda, los 35 miembros de la banda del Ejército ejecutan tonos marciales que van desde la obertura Guillermo Tell, de Rossini, hasta el himno a la victoria de Paquisha.


La fachada de Carondelet luce como un improbable árbol de Navidad cuyos bombillos vendrían a ser los granaderos que permanecen firmes en formación de pirámide: diez sobre el atrio, con sus lanzas; sobre ellos, seis en el balcón; sobre ellos, dos junto a las campanas; al tope, uno en la parte más alta del palacio, listo para izar la bandera. La banda ejecuta el Himno Nacional y “Patria tierra sagrada”, que los colegiales cantan con fervor aun en sus líneas más sangrientas, ensayadas para la ocasión. En el balcón, Correa y sus acompañantes (Lenín Moreno, Gustavo Jalkh y otros funcionarios de menor rango) cantan también, no menos marcialmente, con la mirada perdida en el infinito.


En el centro de la plaza, los guardias entrantes y salientes se han formado mirándose a los ojos con impenetrable fiereza. Sus capitanes intercambian unas convencionales palabras, que pronuncian a gritos: “¡Entrega del servicio de guardia con la consigna de garantizar la seguridad del palacio de Carondelet y del señor presidente de la República!”, proclama uno. “¡Cumpliré esta sagrada misión con honor, disciplina y lealtad!”, promete el otro.


Llegado a este punto, el público no puede más con la solemnidad y rompe en aplausos. Los granaderos salen de escena por donde entraron, el presidente saluda llevándose las manos al corazón, la banda se retira y el acto termina, dejando una Plaza Grande revuelta con ciudadanos en pie de lucha que gritan consignas correístas, forman corrillos de discusión apasionada (donde todos están de acuerdo), exhiben carteles y viven a fondo la ilusión de la participación ciudadana.


Están ahí los combatientes veteranos de la guerra de Paquisha, la asociación de becarios ecuatorianos en Cuba, los trabajadores petroleros del campo Sacha, alguna organización barrial cuya enorme tela dispuesta sobre el atrio de la Catedral reproduce el estilo castrense que se acaba de tomar la plaza (“respaldamos al ¡presidente!”, dice) y un grupo de los autodenominados “Ciudadanos por la democracia”, que exhibe una gigantografía con los rostros de “los culpables del golpe del 30-S”: Diego Oquendo, Carlos Vera, César Montúfar, Fidel Araujo, Paco Moncayo…


Entre los corrillos circulan afanosamente un camarógrafo y una reportera de “El Ciudadano TV”, órgano de prensa oficialista que recoge las impresiones patrióticas del acto. “¿Qué sintió usted señor, señora?”. “¿Ha oído de ceremonias parecidas que se realizan en Europa?”. “¿Y qué le parece?” La gente contesta con entusiasmo, quizá por la emoción de haber visto en persona al presidente, quizá porque el ceremonial castrense siempre ha sido del gusto de las masas. Así, mientras la Plaza Grande se llene de partidarios, esta puesta en escena del poder seguirá siendo un baño de popularidad para Correa: la tradición más rentable que se ha inventado.

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