lunes, 18 de julio de 2011

Querido Facundo

***SNN




EL UNIVERSO*

Bernard Fougéres
bernardf@telconet.net


Recuerdos en desorden: ¡Tantas veces estuviste en esta casa mía! Una vez coincidiste con Raúl Vale, mas casi siempre fue con Alberto Cortez. Me pedías poner las canciones de Edith Piaf, Jacques Brel, de quienes eras fanático. Preguntaba yo: “¿Cabernet, Merlot, Carmenere?”, contestabas “cualquiera con tal de que sea rojo”. En el tocadiscos Ne me quitte pas, himno al masoquismo, dejaba el paso a J’arrive (ya voy) que el bardo francés compuso cuando ya tenía cáncer a los pulmones, se sabía desahuciado. Lo conocí en 1953 cuando recién daba sus pinitos en la bella Francia. Casi nadie sabía de él.


Tenías, Facundo, un cáncer que llevabas como si fuera bluyín, informalmente, sin hacerle caso. Hablabas de amor y paz. Bromeabas en serio, te reías con ganas, casi a gritos cuando decidimos con Alberto llamarte con inmenso cariño “fecundo cabrón”. Sabías que no existen las llamadas malas palabras, aquellas que lastiman el oído de quienes no se escandalizan por Vietnam, Irak, pero llevan en el alma un puritanismo fermentado, lloran por una telenovela de pacotilla, se deleitan con chismes de poca monta, se ofuscan por una palabra altisonante. Me decías: “¡Qué pena da conocer gente que tiene cincuenta o sesenta años y no termina de nacer!”. Me enseñaste lo que llamabas “el escándalo de los débiles”, aquellos que despotrican a los demás entre dos rosarios. Hasta hablaste de “las ranas que nadan en piletas de agua bendita sin poder lavarse el veneno que llevan puesto”. No hablabas mal de los ricos, solo te molestaban los que despilfarraban sus tesoros interiores, ostentaban sus bienes como trofeos absurdos sin llegar a saberse mortales.


Me obsequiaste muchos dibujos hechos por ti. Nuestras conversaciones eran meditaciones acerca de la vida, la vejez, la muerte, la hipocresía, todo puntuado con brindis, risas, copas, optimismo melancólico. Cuando murió Evelina a quien querías tanto, no me diste el pésame en el lobby del hotel Colón. Solo dijiste: “No malgastes tu tiempo en un sufrimiento interminable, hay demasiada gente que espera de ti el amor que puedes derramar”. Sin saber, casi repetiste lo que me había dicho mi esposa tres días antes de fallecer: “Siga amando, Bernie. La vida es para eso”.


Facundo, hermano, también me dijiste: “No busques tanto con qué ser feliz si lo puedes ser con cualquier cosa, saborea el instante”, “No pidas que te amen. A ti te toca amar, a los demás les toca saber si tienen con qué corresponderte”. Si te preguntaba acerca de tu temor a la muerte, contestabas invariablemente: “Mira que sigo aquí: van casi setenta años que estoy muriendo. Uno en realidad no muere, se consume, da calor, luz, o incendia, devasta, destruye. Debemos ser buenos combustibles”. No sé si las palabras son textuales pero lo expresado sí.


Alberto, tú y yo, nos despedíamos siempre con un abrazo, un beso en la mejilla. Una vez, Cortez, en el Centro de Arte, dijo: “Para besar a un amigo en la mejilla hay que ser entrañable hermano. Quienes lo ven mal tienen miedo a ser hombres”.

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