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Las nueve salas del museo tienen olor a madera añeja, a madera húmeda y rancia, a incienso y a cera quemada.
Tan añejos y misteriosos como el olor de las salas son los objetos que el recinto guarda y exhibe: vestidos de novia, uniformes de gala de la Policía, zapatos de quinceañera, animales disecados, colecciones de insectos, ornamentos para las misas, réplicas exactas de camiones y buses que circulan por las carreteras ecuatorianas...
Cada objeto tiene una historia. Una historia basada en la fe de quienes han ido a depositar sus prendas más significativas como agradecimiento a Nuestra Señora de la Virgen de Agua Santa.
Son testimonios de milagros personales, hechos insólitos, sacrificios extraordinarios, esfuerzos inéditos de quienes encomiendan a la Virgen sus sueños, deseos e ideales.
Y allí están, en el segundo piso de la Basílica de Baños, en el centro de esta ciudad convertida en una Babel a la que cada día llegan decenas de mochileros, peregrinos y fieles en busca de expiar sus culpas.
El museo, único en la ciudad y que funciona desde hace 15 años, se llama Fray Enrique Mideros en homenaje a un sacerdote que en los años 30 del siglo pasado se dedicó a pintar y decorar iglesias de Ibarra, Latacunga y Baños.
Pero el asombro de los más de 250 visitantes que llegan cada semana, y que pagan 25 centavos como aporte para el mantenimiento, no solo está en las salas sino en los corredores y pasillos externos.
Miles de placas conmemorativas cuelgan de las paredes. Unas repujadas en bronce, otras en marmol, otras en bronce, otras con letras en pan de oro, otras -más sencillas- en madera y latón.
El sargento José Luis Carrera agradece porque “culminó con éxito el curso del Grupo de Intervención y Rescate (GIR)”.
Marco Iván Lagla se refiere a “la exitosa culminación de un curso para soldado de aviación”.
Alejandro y Cristina dejan “un gracias eterno por mantenerlos unidos para siempre”.
El niño Anthony Santiana reconoce en su placa que fue la Virgen quien le devolvió la salud.
Son fieles que llegan de Babahoyo, Pelileo, Santa Rosa, Tisaleo, Mulalillo, Riobamba, Naranjito, Ambato, Quito, Guayaquil.
Otros que vienen de Colombia, Perú, Venezuela, España, Estados Unidos...
Las placas son miles, quizás cientos de miles, porque las que se alcanzan a observar sobre los muros solo son un parte: el resto está guardado en bodegas.
Pero las muestras de fe, igual que los sentimientos, son diversas y múltiples. O son espontáneas. Y sorprendentes.
En frascos enormes, de cristal grueso, se exhibe la cabeza de un ternero con dos narices y tres paladares. Otro guarda la cabeza de un cerdo con trompa de elefante.
Los devotos no tienen límites en su afán de mostrar el amor por su patrona espiritual. Por eso han dejado allí su tocacintas, su máquina de escribir, sus trajes de torero, sus cuadros bordados, sus colecciones de estampillas, sus bandas de reina de pueblo, sus fotos antiguas, sus flores de plástico.
Con tanto milagro expresado en cada objeto, los olores añejos dejan de tener sentido y la fe se vuelve el olor más esencial, la intensa fe en la Virgen que protege a Baños de la furia de un volcán al que llaman la Mama Tungurahua.
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